Capítulo 21: Pero lo que yo anhelo es sumergirme más

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El ocho de abril amaneció con buen tiempo. Entre las densas capas de nubes a las que Tang Yuhui ya se había acostumbrado, le pareció vislumbrar el azul del cielo del primer día que llegó a Garzê.

Un cielo tan límpido que lo dejó sin palabras, un azul que lo hacía sentirse pequeño, puro, libre de preocupaciones.

Los padres de Kang Zhe ya habían salido temprano. Incluso en un día como ese, a Kang Zhe le costaba madrugar; no fue hasta cerca del mediodía que salió con Tang Yuhui.

Bajo un cielo inmenso y azul, Tang Yuhui también parecía contagiado por el espíritu festivo del día, volviéndose más alegre y despejado.

Abrazó suavemente la cintura de Kang Zhe. Recordó que cuando estaba en tercer grado, Yu Zhengzheng ya lo hacía estudiar matemáticas de secundaria. Cada fin de semana tenía que resolver una hoja de ejercicios, y rara vez, como otros niños, podía disponer libremente de su tiempo.

En la estantería de libros de Tang Rui había una enciclopedia algo anticuada, ya olvidada, con las páginas cubiertas de densos apuntes escritos a mano por un adulto. Se notaba que su dueño había volcado en ella tiempo y dedicación.

La letra era de Tang Rui, pero esa enciclopedia había sido de su hermana, algo que Tang Yuhui no supo hasta mucho tiempo después.

En la casa de la familia Yu había tres estudios: uno pertenecía a Yu Zhengze, otro a Tang Rui, y había un tercero de uso común. Cuando Tang Yuhui creció, este último le fue asignado. La enciclopedia completa estaba guardada en un oscuro rincón del estante de libros de Tang Rui.

De pequeño, Tang Yuhui, sin saber por qué, siguió con astucia su instinto y no le contó a su madre que había descubierto ese rincón. Aprovechaba cuando Yu Zhengze y Tang Rui no estaban para escabullirse en silencio, y pasaba horas, absorto, leyendo con deleite aquella enciclopedia.

Detestaba los problemas de matemáticas que le ponía Yu Zhengze, y también la física que no lograba entender. Era difícil, y si no sabía resolverlo, sus padres se molestaban.

En cambio, el mundo dentro de la enciclopedia era simple y fascinante: los osos polares eran adorables con su pelaje esponjoso, el ADN tenía una hermosa estructura en doble hélice, y el enorme globo terrestre en el que vivían resultaba ser apenas una pequeña estrella insignificante en el inmenso universo.

La enciclopedia era grande y gruesa. Antes de que Tang Rui la descubriera, Tang Yuhui la había leído una y otra vez, muchísimas veces.

Previo a entrar a la secundaria, cuando apenas era más alto que una mesa, el pequeño Tang Yuhui ya podía recitar con orgullo una gran cantidad de conocimientos enciclopédicos. Definir cosas era su especialidad. Por ejemplo: el arcoíris es un fenómeno óptico; la esencia de una reacción redox es la transferencia de electrones o el desplazamiento de pares compartidos; y las nubes en la atmósfera son una mezcla visible y hermosa, suspendida en el aire, formada cuando el vapor de agua se enfría.

Incluso más adelante, cuando vio imágenes meteorológicas espectaculares y realistas en todo tipo de libros de texto, exposiciones e incluso instrumentos, Tang Yuhui seguía siendo capaz de recitar con total claridad la definición original de aquella vieja enciclopedia:

—Polímero visible suspendido en el aire, compuesto por diminutas gotas de agua formadas por condensación del vapor atmosférico o pequeños cristales de hielo formados por sublimación inversa.

—¿Qué dijiste? —preguntó Kang Zhe, volviéndose hacia Tang Yuhui a través del casco.

Tang Yuhui no se había dado cuenta de que lo había dicho en voz alta. Sonrió con los ojos entrecerrados y gritó:

—¡Dije que vayas más rápido, o no lo alcanzaré!

Kang Zhe, desconcertado, dijo:

—¿Alcanzar a quién?

Tang Yuhui no contestó. En su interior, gritó en silencio:

A ti.

A ti, claro que a ti.

Pensó que, si las nubes pudieran saberlo, sin duda habrían escuchado su confesión –que le gustaba Kang Zhe, que tal vez se había enamorado de él–, como vapor de agua sobresaturado adhiriéndose a los núcleos de condensación. Amaba tanto su significado físico como su carga emocional; ambos eran igual de ligeros, igual de hermosos. Hacía ya tiempo que había empezado a admirarlo, a amarlo; era casi una ley natural. Tan profundamente apegado al mar de nubes, estaba destinado a sumergirse en esa libertad que a veces cae como un aguacero y otras se abre como un cielo despejado.

Cuando llegaron al pie de la montaña, la ceremonia ya había comenzado. El ritual estaba en pleno desarrollo.

Jadeando, los dos subieron hasta la cima, donde vieron a muchos habitantes locales de etnia tibetana reunidos. En lo alto, se alzaba un altar rudimentario: una estructura de piedras amontonadas entre las que se clavaban flechas, formando una especie de túmulo. Kang Zhe le explicó que, en tibetano, eso se llama lazé, lo que hoy se traduciría como «montón de flechas» o incluso «palacio de los dioses».

Tang Yuhui le preguntó en voz baja:

—¿Tiene algún significado?

Kang Zhe respondió:

—Es el palacio donde habitan los dioses.

Por alguna razón, al escuchar esas palabras, Tang Yuhui sintió una profunda conmoción en su corazón. Al mirar ese túmulo de piedras en silencio, sintió como si una corriente de aire solemne y sin voz le atravesara el pecho. De pronto, los cantos rituales retumbaron con fuerza, como si fueran el suspiro mismo de las montañas.

El cielo era puro y diáfano. La luz del sol se volvía una especie de arma roma y suave, cortando en silencio los pensamientos y las emociones de quienes la recibían.

De pronto, Tang Yuhui cruzó la mirada con un anciano, vestido con ropas blancas de monje, que se encontraba en el centro del lazé.

Poseía unos ojos llenos de sabiduría y compasión, pulidos por la vida a lo largo del tiempo hasta irradiar una suavidad parecida al amor universal. Bajo esa luz, Tang Yuhui sintió de pronto una tristeza silenciosa pero intensa.

Quizá el anciano no lo había mirado por mucho tiempo, pero el ruido dentro del alma de Tang Yuhui se hizo ensordecedor.

En el centro del círculo formado por la gente, las ramas de pino ardían despacio, liberando un humo blanco y fatigado, que el sol del altiplano teñía de dorado. Parecía un río de luz ascendiendo hacia las nubes.

Kang Zhe ya le había explicado el día anterior que esa ceremonia se llamaba Wei Sang. Las ramas de pino y ciprés, al arder, generaban un humo que limpiaba la mala energía. En esa niebla incierta, los dioses llegarían.

El lamento, que casi parecía saltar sobre sus tímpanos, resonaba con los cánticos –como humo envolvente– de escrituras que Tang Yuhui no podía entender. Cerró los ojos, y el rostro borroso de Kang Zhe, aquel que había aparecido incontables veces en sus sueños, emergió en su mente, mirándolo con una sonrisa, y le dijo con ternura:

—No quiero que me recuerdes.

A través de la bruma de su memoria, Tang Yuhui pensó en silencio: ¿por qué los dioses deben llegar siempre envueltos en algo tan etéreo como las nubes? Y si en la próxima vida él renaciera como una planta, ¿vería esa luz –la que uno ruega alcanzar en el momento de arder– justo cuando se marchite en ceniza?

Al pensar en eso, aquella capa de humo, delgada como una cinta, adquirió un color que le era familiar, como el del agua fría, y se agrupó en el cielo formando una isla. Tang Yuhui comprendió que esa no era su religión, ni siquiera su fe: era una creencia que había tomado prestada por un momento. Pero también comprendió que tal vez pasaría el resto de su vida siguiendo ese canto, persiguiendo aquella luz azul.

Después de la solemne ceremonia, Kang Zhe lo condujo montaña abajo.

Tang Yuhui seguía atrapado en la magnitud de las emociones que acababa de experimentar. Aturdido, murmuró:

—Ese monje anciano que dirigía el ritual…

—Es mi abuelo —dijo Kang Zhe.

Tang Yuhui giró la cabeza y lo miró con sorpresa. Kang Zhe, con calma, añadió:

—Desde que mi abuela falleció, mi abuelo vive en el templo casi todo el año. Tampoco lo veo mucho.

—Ah… ya… —murmuró Tang Yuhui, lentamente.

Kang Zhe le revolvió el cabello con una mano.

—¿Qué pasa?

—No es nada —dijo Tang Yuhui, meneando la cabeza—. No sé por qué, pero al verlo sentí una tristeza extraña.

Kang Zhe sonrió ligeramente.

—Es un hombre estricto, pero creo que le agradaría un chico como tú.

Tras dejar atrás a la multitud reunida para el ritual, Kang Zhe y Tang Yuhui descendieron por la ladera junto al sol. El cielo comenzaba ya a teñirse con los colores del atardecer.

Kang Zhe había dejado la moto al pie de la montaña. Le preguntó:

—¿Quieres ir a caminar un poco?

Tang Yuhui asintió y lo siguió. Caminaron en silencio por la carretera nacional, casi desierta.

El viento que cruzaba la pradera y la carretera parecía, al avanzar junto a ellos, haber abierto un espacio ajeno a la realidad, una especie de dimensión absurda donde casi se olvidaba que el tiempo seguía su curso.

El atardecer en el altiplano era igual de abrasador. La luz del sol quemaba la piel de Tang Yuhui hasta hacerle doler, y sintió cómo sus sentidos comenzaban a desconectarse del mundo exterior. Murmuró:

—Siento como si hoy hubiera escuchado un llamado.

Una frase tan extraña y melodramática no provocó la risa de Kang Zhe. Caminaba delante de él, pero al oírlo, se volvió ligeramente y le echó una mirada antes de responder con ligereza:

—¿Ah, sí? ¿Un llamado de qué?

—No lo sé —respondió Tang Yuhui en el mismo tono suave—. Pero siento que tiene que ver contigo.

Habría querido decir que nunca había creído en esas cosas, pero sin darse cuenta, dejó escapar la verdad.

Durante mucho tiempo, Tang Yuhui había considerado ridículo todo lo que sonara demasiado metafísico. Pero quizá la verdad, desde siempre, ha sido también absurda.

—Por cierto —continuó de manera espontánea. Tang Yuhui se detuvo y, mirando la espalda de Kang Zhe, añadió—: Encontré un puesto como maestro voluntario aquí. Una escuela primaria me respondió hoy.

La absurdidad quedó en pausa, tal vez para nunca volver a nublarlo todo. Tang Yuhui lo supo con certeza: vio cómo la luz alrededor de Kang Zhe se apagaba súbitamente. Una nube cruzó desde el otro lado de la ladera, envolviéndolo en una sombra apática.

La silueta entre las sombras permaneció imprecisa, pero su voz sonó muy tranquila:  

—¿Por qué?

»Debes saber que no quiero esto.

Tang Yuhui se quedó quieto, atrapado en su jaula de luz solar, alejado de aquella sombra.

—Pero yo sí.

—No cambies por mí. No te sacrifiques por mí —dijo Kang Zhe—. Odio tener que elegir, y también odio ser elegido. Tú lo entiendes. No pongas el peso de tus decisiones sobre mí. Es demasiado. No lo quiero.

—Pero solo me quedaré hasta las vacaciones de verano —dijo Tang Yuhui, despacio—. Antes del verano ya me habré ido. No espero nada de ti a cambio. Lo hago porque quiero. De verdad.

Kang Zhe lo miró en silencio. Pasó un largo rato antes de que esbozara una sonrisa.

—Mentiroso.

Tang Yuhui levantó el pie y dio un paso hacia la sombra. Qué lejos estaba… como si ni la luz del sol, por más que se esforzara, pudiera doblarse para alcanzarla.

Abrazó esa silueta quieta y solitaria frente a él.

—Sí, soy un mentiroso —susurró—. Me gustas. Me gustas tanto. ¿Qué se supone que haga con eso?

Kang Zhe permaneció en silencio un momento más. Luego lo rodeó con los brazos y le dio un suave beso en el cabello.

—No lo sé. Tu llegada no fue estridente en su significado, pero tal vez es que nunca he sabido reconocer un milagro.

Ese día regresaron a la casa de huéspedes caminando juntos por el sendero, hasta que cayó por completo la noche, y las estrellas brillaron, silenciosas y majestuosas.

Al principio, el rostro de Tang Yuhui ardía por el sol; después, cuando cayó la oscuridad, él comenzó a temblar por el viento.

Kang Zhe se acercó y caminó a su lado.

—¿Tienes frío? —le preguntó.

Tang Yuhui no quería hablar con él. O tal vez no sabía qué decir. Así que simplemente negó con la cabeza.

Las estrellas eran numerosas y brillantes, y ellos habían caído en el pozo del universo, sin alegrarse por ninguna en particular. La noche, tan negra como azul, tarde o temprano sería diluida por la luz del amanecer, pero el cielo constelado siempre los miraría en silencio, sereno y tranquilo.

Kang Zhe caminó en silencio a su lado un corto trecho. De pronto, se detuvo.

Bajo el cielo estrellado, Kang Zhe permaneció de pie. Miró a Tang Yuhui en silencio durante un momento, y luego dijo:

—Ven aquí.

Tang Yuhui se volvió, mirándolo con un leve gesto de duda.

Kang Zhe encontró una rama entre los matorrales al borde del camino. Sin decir palabra, trazó con ella una línea larga a lo ancho de la carretera.

Se quedó al otro lado de esa línea, mirando fijamente al milagro incierto y borroso que tenía frente a él, con la esperanza de que no se desvaneciera en la oscuridad.

En voz baja, repitió:

—Ven aquí.

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