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El Gongga no era la única montaña nevada de Garzê, sino simplemente el pico principal de un grupo de grandes montañas. Por ser el más alto, también era el más famoso.
En la mente de Tang Yuhui, las montañas nevadas siempre habían sido blancas. Una capa de cristalino hielo perenne cubría en silencio las cumbres escarpadas e imponentes, donde solo se veían nubes fugaces y un viento gélido que jamás cesaba.
Pero más tarde, cada vez que recordara las nieves del oeste de Sichuan, en su memoria siempre surgirían destellos alternados de azul y rojo.
Posiblemente se debía a que el cielo tras las montañas nevadas era de una pureza extrema, como un mineral de azul intenso, tiñendo la nieve blanca en un azul inmaculado. O quizás por el atardecer, cuando los últimos rayos del sol bañaban el Gongga con una luz tenue, y la montaña, a la vez tímida y majestuosa, revelaba su verdadera faz divina: su cumbre enrojecida como la roca volcánica, o como el reflejo dorado de un templo desgastado por el tiempo.
Cuando Tang Yuhui recién había llegado Kangding, aún soñaba con que Kang Zhe lo llevara algún día a escalar el Gongga.
En su memoria, Kang Zhe lo miró un momento con una expresión indescifrable y le preguntó si tenía experiencia en montañismo. Tang Yuhui negó con la cabeza, y Kang Zhe, sin mucha paciencia, lo rechazó de inmediato.
Tang Yuhui, algo reacio, le preguntó por qué. Él se limitó a responderle, con sencillez:
—Morirías.
Con el tiempo, al entender más, Tang Yuhui comprendió que Kang Zhe no solo le había hablado por fastidiarlo o asustarlo. Para un novato como él, aventurarse a escalar una montaña más difícil de conquistar que el Everest no habría sido más que un suicidio.
Pero entender la razón no siempre aplaca el anhelo. La cumbre nevada, sagrada y hermosa, se alzaba ante sus ojos. Aunque en innumerables momentos se convertía en un simple fondo, bastaba con que Tang Yuhui alzara la vista o mirara a lo lejos hacia aquella cumbres blanca para que sus ojos se abrieran de par en par, quedándose absorto, como si no supiera cómo apartar la mirada.
El oeste de Sichuan era demasiado bello. Garzê era su corazón, una gema cristalina como lágrima. Las montañas se separaban en silencio, pero la nieve se reencontraba entre los ríos. Ovejas y vacas pastaban entre los picos, los caballos galopaban levantando polvo, y el cielo, al reflejarse en la pradera, se transformaba en lagos de un azul celeste.
Kang Zhe no le dijo adónde lo llevaría, pero Tang Yuhui sospechaba que sería un lugar de difícil acceso, porque Kang Zhe había traído dos tanques de oxígeno.
Cuando llegó el momento de partir, Kang Zhe parecía ya arrepentido de su decisión. No dejaba de repetirle a Tang Yuhui que, si se sentía demasiado agotado o mareado, debía decirlo de inmediato. Después de todo, en palabras textuales de Kang Zhe: «realmente no vale la pena esforzarse tanto solo por ver un paisaje».
Tras vivir tanto tiempo en Kangding, Tang Yuhui se había adaptado bien y apenas sufría ya el mal de altura. Sabía que ascenderían un tramo, pero nunca imaginó que Kang Zhe lo llevaría a una montaña nevada de verdad.
Kang Zhe le dejó claro que no llegarían a la cima, pues de lo contrario, ni siquiera le habría permitido acompañarlo.
Los dos tanques de oxígeno no eran ligeros, y Kang Zhe avanzaba en silencio al frente, cargando sin quejas el equipaje adicional de Tang Yuhui. Aunque a este no le resultaba fácil seguir el paso, observó que el rostro de Kang Zhe parecía cubierto por una capa de escarcha de cumbre, con los labios apretados en un mutismo. Tang Yuhui, comprensivo y discreto, también mantuvo el silencio durante todo el trayecto, sin pronunciar una palabra de más.
Era ya junio. En las praderas, las flores silvestres comenzaban a estallar en color, y aunque el sol no ardía con intensidad, su luz bastaba para evitar el frío durante el día.
Pero a medida que Kang Zhe lo guiaba hacia lo alto de una montaña deshabitada, el viento crecía cada vez más, atravesando a Tang Yuhui como si fuera una cometa a punto de ser arrastrada hacia las nieves eternas.
Kang Zhe volvió la mirada hacia él y le colocó su propio abrigo sobre los hombros.
Tang Yuhui se apresuró a rechazarlo, pero Kang Zhe, con expresión impasible, afirmó que no sentía frío y le preguntó si necesitaba oxígeno.
Él negó con la cabeza. Kang Zhe se incorporó, lo observó un momento y luego le dijo que ya casi llegaban.
Tang Yuhui se dio cuenta de que, cuanto más avanzaban en el camino, más lento caminaba Kang Zhe. Al principio, supuso que lo hacía para esperarlo, pero pronto comprendió que no era ese su propósito.
El frío se intensificaba con la altitud. A su alrededor comenzaron a aparecer los primeros vestigios de nieve, apenas una capa delgada, muy distante aún de los glaciares de la cumbre. Aun así, Tang Yuhui se detuvo unos segundos y la contempló en silencio.
La montaña que Kang Zhe eligió no era particularmente alta, pero desde su cima se alzaba, justo frente a ellos, la cumbre dorada y rojiza del Gongga.
En el pasado, Tang Yuhui había recurrido al pretexto de traducir sutras budistas para recitarle torpemente a Kang Zhe todo tipo de poemas de amor.
Una vez, tras terminar la lectura, quedaron tendidos en la ladera. Kang Zhe, después de escuchar en silencio, preguntó en tono casual si Tang Yuhui había visto las películas de cierto director iraní.
Kang Zhe parecía saberlo todo, y además era muy inteligente. Al oír el nombre, Tang Yuhui negó con la cabeza con algo de pesar. Kang Zhe esbozó una leve sonrisa.
Alzó la mano para bloquear los rayos de sol que se filtraban tras el paso de las nubes y entonces preguntó si le gustaban las montañas nevadas.
Tang Yuhui dudó un instante antes de asentir lentamente.
—Hay un verso que me gusta mucho —dijo entonces Kang Zhe—. Es de él.
Sus ojos se entrecerraron nuevamente con una expresión de candor infantil, mientras sus colmillos asomaban descaradamente. Como si fuera una retribución por aquellos sutras que Tang Yuhui le había recitado, Kang Zhe pronunció con voz suave y pausada:
—Para algunos, la cima de la montaña es el lugar a conquistar. Para esa montaña, es el lugar donde nieva[1].
En este preciso instante, Tang Yuhui contempló en silencio la impoluta cumbre nevada frente a él. Sin razón aparente, aquellas palabras le vinieron a la mente, y una tristeza leve pero persistente comenzó a apoderarse de él, hasta el punto de cuestionarse si realmente deseaba continuar.
Tras caminar un trecho más, la voz de Kang Zhe llegó desde adelante:
—Llegamos.
Tang Yuhui se detuvo y miró a su alrededor, perdido en un mar de desconcierto ante el paisaje que lo rodeaba.
Se detuvieron en un punto intermedio, algo más arriba de la ladera pero lejos aún de la cima. Una protuberancia del terreno se extendía ante ellos, bañada por generosa luz solar, enfrentándose a lo lejos con el colosal macizo nevado.
Justo al frente, una roca prominente destacaba en el paisaje, escoltada por un alto abeto. Desde la distancia, algo atado al árbol se agitaba con furia en el viento, como alas desplegadas hacia la montaña.
Tang Yuhui no sabía qué era lo que Kang Zhe quería mostrarle, pero su corazón ya latía con fuerza, presintiendo que aquello estaba aquí.
Avanzó unos pasos, pero de pronto se detuvo en seco.
Kang Zhe no se había movido. Permaneció donde estaba, con la mirada baja y adusta, observando con apatía la espalda de Tang Yuhui.
Un golpe sordo en el pecho. Tang Yuhui giró y regresó para tomarle la mano, preguntando en un susurro:
—¿Por qué no seguimos?
La indiferencia en el rostro de Kang Zhe rozaba lo aterrador. Con un gesto sereno se liberó de la mano de Tang Yuhui y dijo en voz baja:
—Ve tú. Yo no iré.
La mano de Tang Yuhui fue bruscamente soltada. El gesto de Kang Zhe fue tan repentino que casi le causó dolor. Sin razón alguna, comenzó a sentir un vacío y una inquietud que lo invadían. Perseverante, intentó tomarle la mano de nuevo, preguntando en voz baja: «¿Qué pasa…?». Pero su voz se cortó de repente, porque había logrado aferrar la mano que Kang Zhe acababa de apartar.
Tang Yuhui alzó la vista. El iceberg, al final, seguía siendo un iceberg, pero ese frío contacto no mitigó el dolor que se le retorcía en el pecho.
Kang Zhe se veía igual que siempre: hermoso y erguido como una estatua divina, inmóvil en el silencio entre la pradera y las montañas nevadas.
Pero su mano –la que Tang Yuhui ahora sostenía– temblaba, en completo silencio, en absoluta calma.
Nota:
Nota de la autora: «Para algunos, la cima de la montaña es el lugar a conquistar. Para esa montaña, es el lugar donde nieva» (Abbas Kiarostami).
Nota de plutommo: Abbas Kiarostami (1940-2016) fue un cineasta y fotógrafo iraní. También escribía poesía, y su único poemario (de donde proviene el poema que cita Kang Zhe) se titula en inglés A Wolf Lying in Wait. Varias de sus películas las pueden encontrar gratis en YouTube con subtítulos en español.