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Tras bajar del avión, quien fue a recibir a Tang Yuhui fue, una vez más, Ke Ning.
El aeropuerto bullía de gente, como esos lugares que en el cine se desdibujan hasta convertirse en un río humano. El ruido del mundo tenía algo de sofisticado; las personas se movían entre él, transformando las despedidas en simples números de vuelo carentes de importancia.
Tang Yuhui se hundió en la marea de la multitud y caminó un largo trecho antes de distinguir a Ke Ning.
Ke Ning no había cambiado en absoluto. Allí plantado, seguía siendo un cuadro hermoso y lleno de vida.
Solo que Tang Yuhui primero lo vio, y pasaron varios segundos antes de que el estruendo de la gente, como un eco interminable en un túnel, lo devolviera al mundo real.
Ke Ning lo saludó con entusiasmo, agitando la mano con fuerza, pero Tang Yuhui permaneció inmóvil, como clavado en el suelo.
Entonces, Ke Ning corrió hacia él, lo abrazó con fuerza y, alzando la cabeza, le dedicó una sonrisa radiante:
—¡Tang Tang, bienvenido de vuelta!
Tang Yuhui se quedó paralizado por el abrazo, pero instintivamente rodeó a Ke Ning con sus brazos.
Hacía mucho tiempo que nadie más pequeño que él lo abrazaba, y apenas recordaba esa sensación.
Permaneció un momento ausente, reviviendo la nostalgia, hasta que finalmente también esbozó una sonrisa y le revolvió el cabello.
El tráfico en Pekín seguía siendo un caos a cualquier hora. Esperaron mucho tiempo en la entrada del aeropuerto hasta que llegó el taxi que Ke Ning había pedido.
Pero incluso cuando ya iban los dos dentro del coche, Ke Ning no dejaba de hablar, desbordando emoción por haber vuelto a verlo.
Ke Ning no era normalmente tan hablador. Tang Yuhui tuvo la sensación de que hoy estaba algo fuera de sí, como si realmente lo hubiera extrañado.
Tang Yuhui esbozó una sonrisa lentamente, como si le costara esfuerzo.
—¿Es que sin mí no tenías a nadie que te ayudara con el trabajo? Nunca antes me habías recibido con tanta alegría.
Ke Ning se quedó sin palabras, bajó la mirada y murmuró:
—Bueno eso también influyó un poco…
»Pero… —Cuando alzó de nuevo los ojos, ya brillaban húmedos—. Tang Tang, por fin has vuelto. De verdad, estoy tan feliz.
Tang Yuhui se quedó paralizado. Pasaron unos segundos eternos antes de que, en silencio, lo abrazara de nuevo.
Al soltarse, Tang Yuhui miró por la ventana del coche, como si solo entonces hubiera asimilado que, efectivamente, ya estaba allí. Volvió la cabeza hacia Ke Ning y sonrió.
—Sí, ya estoy de vuelta.
A menudo se dice que el tiempo es, en realidad, lo único que fluye con absoluta igualdad en este mundo.
Para Tang Yuhui, aquellos meses le habían parecido una vida entera, pero en realidad no fueron más que un fragmento insignificante en la existencia de los demás.
Los estudiantes recién ingresados aún no habían logrado conquistar a sus compañeros de clase que les gustaban; el calendario académico seguía inmerso en el semestre de primavera; el proyecto en el que participaba Ke Ning apenas había avanzado un pequeño trecho; y las hojas de algunos árboles del campus aún no alcanzaban el verde exuberante del verano, manteniéndose tiernas y pálidas.
A diferencia de la naturaleza, las avalanchas en la vida de una persona son silenciosas.
Demasiado comunes. Demasiado efímeras.
Tras su regreso a la universidad, Tang Yuhui se sumergió de inmediato en una vorágine de ocupaciones:
Tramitar la cancelación de su permiso de ausencia, completar los trámites pendientes de su proyecto anterior, discutir con los profesores los planes de investigación futuros, prepararse para los exámenes de doctorado, redactar nuevas propuestas de financiamiento y avanzar en su tesis.
No pasó mucho tiempo antes de que Ke Ning se diera cuenta: la vuelta de Tang Yuhui era casi como si no hubiera vuelto en absoluto. Estaba tan ocupado que apenas lograba pisar el suelo, y casi nunca se lo veía.
Pero, en cierto modo, eso significaba volver a la normalidad de siempre. Era la dinámica que ambos conocían bien. Desde hacía mucho tiempo, Tang Yuhui había sido así: un genio natural que, a la vez, se esforzaba sin descanso.
Sin embargo, Ke Ning percibía que algo había cambiado.
Tang Yuhui siempre había sido como un dispositivo Bluetooth con una señal débil, apenas capaz de captar lo que ocurría a su alrededor. Pero ahora esa conexión parecía aún más tenue, como si alguien lo hubiera alejado un poco más de este mundo.
Ke Ning recordó que, poco después de llegar a Kangding, Tang Yuhui le había llamado y, con cierta timidez, le había confesado que quizá se había enamorado de alguien. Pero después nunca más volvió a mencionarlo. No sabía si ese «quizá» había llegado a florecer.
También recordó el día en que fue a recibirlo al aeropuerto. Tang Yuhui estaba ahí, no muy lejos, pero parecía invisible, como si nadie pudiera verlo. Caminaba arrastrando su maleta, rezagado detrás de todos los demás, avanzando con lentitud durante un largo, largo rato.
La gente a su alrededor lo rebasaba una y otra vez, pero él no reaccionaba en absoluto. Era como si vagara completamente solo, vacío, perdido en una inmensa desolación.
El aeropuerto era una cápsula espacial bulliciosa y hacía tiempo olvidada; después de que Tang Yuhui abandonara su propio planeta, ya no le importaba ser llevado a cualquier otro lugar.
Cada vez que Ke Ning recordaba esa imagen, sentía un agrio desconocido brotar en su pecho.
«Debió florecer —pensó Ke Ning—. Aunque solo fuera por un breve instante».
Desde su regreso a la universidad hacía un mes, Tang Yuhui casi no había tenido tiempo para pensar en Kang Zhe. Se mantenía ocupadísimo, agotándose cada día en cumplir tareas que ni siquiera sabía por qué debía hacer.
Todos los pequeños objetos que había traído de Garzê los guardó en una cajita, que escondió en lo más profundo del armario. El sombrero lo metió en un cajón, y la chamarra de plumas negra, después de doblarla con cuidado, la colocó debajo de toda su ropa.
Así no la vería, y tampoco tendría oportunidad de recordar.
La vida pronto volvió a su cauce, pero más adelante, Tang Yuhui apenas conservaría memoria de aquellos días.
No sentía una tristeza particular, simplemente no lograba recordar cómo había pasado ese tiempo, como si le hubieran arrancado un vasto e inabarcable vacío.
Durante las vacaciones de verano, Tang Yuhui no fue a ningún lado. Se quedó en la universidad, uniéndose a un nuevo proyecto bajo la tutela de su profesor.
Ke Ning, quien tampoco solía regresar a casa, volvió a acompañarlo, y así, ante los ojos de los demás, retomaron su papel de genios brillantes y ocupados, desgastando un verano tras otro dentro del campus.
Un día, después de cenar fuera, el calor era tan insoportable que ninguno de los dos quería volver a su sofocante dormitorio. Decidieron dar un paseo más largo y terminaron en un puente peatonal.
La universidad ya estaba en receso, y la ciudad bullía con jóvenes que deambulaban por las calles. Hasta los alrededores, normalmente tranquilos, se habían llenado de ruido. Todo eso ayudaba, rápidamente, a desensibilizar cualquier recuerdo silencioso.
Mientras cruzaban a paso ligero entre la multitud aplastante y el calor asfixiante, Tang Yuhui y Ke Ning discutían datos del experimento. De pronto, el corazón de Tang Yuhui latió con lentitud anómala. Alzó la vista distraídamente hacia el horizonte, y sus pasos se detuvieron en seco, abruptamente, allí mismo, en medio del puente.
Ke Ning caminó unos pasos antes de darse cuenta de que Tang Yuhui se había quedado atrás, así que también se detuvo, perplejo.
Siguió la mirada de Tang Yuhui, pero no logró distinguir qué estaba observando. Lo único que alcanzó a ver fue una nube enorme a lo lejos –algo relativamente inusual en la ciudad–, como colgada muy alto en el cielo.
A la distancia, el bosque de cemento y acero de la urbe se transformó en picos y acantilados, mientras que las corrientes de autos, como cintas de luz, fluían formando valles y ríos.
Era hermoso. Parecía sacado de una película de Studio Ghibli.
Pero tampoco era nada extraordinario; no había motivo para quedarse contemplándolo por tanto tiempo.
Ke Ning no entendía por qué Tang Yuhui seguía mirando fijamente. Solo le parecía que aquella nube era inmensa, blanquísima, pero tan ligera que daba la impresión de ser una viajera del cielo, venida de muy lejos, a punto de dejarse llevar por el viento hacia otro lugar.
De pronto, Tang Yuhui dijo:
—Préstame tu teléfono. El mío se quedó sin batería.
—¿Eh? —Ke Ning lo miró confundido, pero aun así le entregó el dispositivo—. ¿Qué pasa?
Solo al sacarlo, Ke Ning se dio cuenta de que a su teléfono también le quedaba apenas un tenue hilo rojo de batería. Avergonzado, alzó la mirada hacia Tang Yuhui.
Este apretó los labios en silencio, pero igual tomó el dispositivo con rapidez.
De pronto, una agitación casi dolorosa pareció envolverlo por completo. Ke Ning lo percibió y, con cautela, murmuró:
—Tang Tang, ¿qué quieres hacer?
—Comprar un pasaje —respondió Tang Yuhui sin levantar la vista, añadiendo en un susurro casi inaudible—. Necesito volver.
La batería parpadeaba inestable mientras sus dedos temblaban, tensos. Ke Ning no supo qué decir; vio que Tang Yuhui ya había llegado a la pantalla de pago, pero de pronto, el teléfono se apagó por completo: se había quedado sin batería.
Ke Ning abrió la boca sin darse cuenta, quedándose inmóvil como si hubiera cometido un error. Tang Yuhui alzó la cabeza. Por un instante, Ke Ning creyó que estaba llorando, pero no era así: solo tenía los ojos terriblemente enrojecidos.
Tang Yuhui, temblando, se agachó en medio del puente peatonal, abarrotado de gente. Los transeúntes alrededor aminoraron el paso, lanzándoles miradas curiosas. Ke Ning también se arrodilló y, sin saber qué hacer, comenzó a palmearle la espalda con nerviosismo.
—Tangtang… ¿qué pasa? ¿Qué te ocurre? ¿A dónde quieres ir? Vamos ahora mismo a comprarlo, ¿vale?
Tang Yuhui se encogió, hecho un ovillo, pero no dejaba de negar con la cabeza.
Ke Ning no supo qué más hacer. Dos jóvenes guapos, agachados allí en pleno puente peatonal, se quedaron así un buen rato, hasta que los nervios de Tang Yuhui se calmaron y dejó de temblar. Finalmente, se levantó, aunque siguió con la cabeza gacha. Su voz sonó algo ronca.
—Ya estoy bien. Vámonos.
Esa noche, de vuelta en el campus, Ke Ning se dirigió al laboratorio de madrugada, pero no pudo evitar la inquietud de dejar a Tang Yuhui completamente solo en el dormitorio.
Tang Yuhui le aseguró con firmeza que estaba bien. Cuando Ke Ning se marchó, se quedó solo en el balcón, contemplando absorto el cielo nocturno sin estrellas.
Desenterró aquella chamarra de plumas negro, bajó la temperatura del aire acondicionado al mínimo, apagó la luz y se tendió suavemente en la cama.
La chamarra oscura cubrió su cuerpo como una red gigantesca. Tang Yuhui permaneció un rato con la mirada perdida en el techo antes de cerrar los ojos muy, muy lentamente.