Capítulo 42: Frialdad entre las estrellas y el campo

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¿Lo iba a seguir? ¿Tan necesario era que lo viera?

Kang Zhe estaba apoyado en el muro exterior de la escuela, con un cigarrillo encendido entre los dedos. Pero no lo fumaba; lo dejó colgar a un lado, observando en silencio cómo la ceniza caía al suelo.

¿Por qué, después de más de un año, parecía que no había aprendido nada? Al final, no era tan listo como aparentaba.

Kang Zhe aplastó la ceniza del suelo con la suela del zapato. La ceniza blanca se mezcló con la tierra, convirtiéndose en un polvo sucio y grisáceo.

Observó el suelo revuelto y lleno de marcas de pisadas, y le pareció un tanto ridícula su propia irritación. Sin querer, alzó un poco las comisuras de los labios, pero al instante las alisó con apatía.

Había llegado a la puerta de la escuela casi dos horas antes de que terminaran las clases. Sin embargo, cuando faltaban apenas diez minutos para la salida, vio a Tang Yuhui acercarse arrastrando lentamente sus pasos.

A unos doscientos metros de distancia, el chico se detuvo de golpe. El proceso fue casi cómico: avanzó dos o tres pasos más, como si solo entonces se diera cuenta de algo, y entonces se quedó paralizado. Luego retrocedió un poco, como en trance, y se escondió detrás de un árbol.

Ya no parecía un corderito, sino más bien un conejo.

Kang Zhe lanzó una mirada fugaz en esa dirección y apartó la vista de inmediato.  

Sus dedos tamborileaban inconscientemente sobre su antebrazo, y como no tenía dónde posar la mirada, terminó observando con aburrimiento la bandera ondeando en el patio. El viento en las altiplanicies era fuerte; en los recuerdos de Kang Zhe, aquel lienzo rojo nunca había permanecido quieto, al igual que las banderas de plegaria, siempre infladas por el viento, desplegando sus alas con fervor en medio de la vasta y vacía extensión.

Xiao Jia salió pronto de la escuela. Era día de asueto, y le tocaba arriar la bandera para volver a izarla el lunes.

Kang Zhe no había dicho que iría a recogerlo esta semana, así que, por cortesía, esperó con paciencia hasta que la bandera quedó completamente bajada. Cuando Xiao Jia, sorprendido, se acercó hacia él, ya no hubo excusa para quedarse más tiempo.

Kang Zhe lanzó una última mirada al árbol donde se escondía el animal menos astuto del mundo, colgó la mochila de Xiao Jia en el manubrio y arrancó la motocicleta.

—A-Zhe-gege, ¿por qué viniste a recogerme hoy tan de repente? —Xiao Jia se sentó atrás, sin atreverse a agarrarse a la cintura de Kang Zhe. Como este conducía aún más rápido que de costumbre, no le quedó más que aferrarse al asiento con expresión desencajada.

Kang Zhe no respondió. Xiao Jia parpadeó, sin darle demasiada importancia. Al fin y al cabo, no tener que volver en el camión de carga ya era muy bueno. Aunque solo lo hubiera hecho de paso, hoy había tenido suerte.

Al llegar a la casa de huéspedes, Xiao Jia bajó ágilmente de la moto, agarró su mochila con naturalidad y se la colgó al hombro antes de dirigirse hacia dentro.

—A-Zhe-gege, ¿ya volvieron el tío y la tía?  

La pregunta no era del todo innecesaria, pero aun así no obtuvo respuesta. Xiao Jia, desconcertado, volvió la cabeza y descubrió que Kang Zhe seguía sentado en la moto, sin moverse, con las manos aún agarrando el manillar.

—¿A-Zhe-gege? —dijo, confundido.  

Kang Zhe alzó lentamente los párpados, como si solo entonces hubiera oído sus palabras.

—Mis padres no vienen esta noche. Te hice la comida; la dejé en la olla, a baño María para que se mantenga caliente. Si ya se enfrió, tú mismo puedes recalentarla.

Kang Zhe volvió a colocarse el casco y arrancó la moto. Su voz, ahogada por el viento y la protección, llegó apenas audible:

—Salgo un rato, tengo algo que hacer. No me esperes esta noche.

El viento gélido de la noche raspaba como metal contra su piel. Mientras conducía, Kang Zhe pensó, con hastío: «No puede ser tan tonto, ¿verdad? Estoy exagerando».

Llegó a la escuela en la mitad del tiempo que solía tardar. Cuando ya estaba cerca de la entrada, detuvo la moto a cierta distancia y se acercó a pie bajo el manto de la noche, hasta llegar al árbol tras el que Tang Yuhui se había escondido esa tarde.

Afortunadamente, ya no estaba allí.

Kang Zhe permaneció un rato en el mismo lugar, reprochándose una vez más lo absurdo de su comportamiento. Se apoyó contra el árbol y fumó un cigarrillo, para aplastarlo contra el suelo antes de que se consumiera por completo.

Volvió hacia la carretera nacional, dirigiéndose al lugar donde había dejado la moto. Pero tras unos pasos, se detuvo en seco y miró hacia la entrada de la escuela.

Bajo el manto de la noche, Tang Yuhui estaba allí, solo, agachado frente a la deteriorada puerta del colegio, sin equipaje alguno, con la cabeza ligeramente alzada como si estuviera contemplando las estrellas, o quizá simplemente perdido en sus pensamientos.  

En el instante en que vio esta escena, Kang Zhe en realidad no supo descifrar sus pensamientos.

Se sentía realmente desconcertado, y al mismo tiempo, le daba risa. El cielo nocturno podía verse en cualquier lugar, las estrellas también. Solo Tang Yuhui podía tomar algo tan absolutamente común y considerarlo el todo de su universo.

Kang Zhe intentó ignorarlo, como solía hacer, y hasta sintió el impulso de burlarse. Pero la luz estelar, inocente y compasiva, llamó por primera vez a su alma y entró, sin que pudiera resistirse. Algo sutil le produjo un malestar que le oprimió el corazón y los pulmones, haciéndole comprender con certeza, por primera vez, que además del dolor físico, los seres humanos eran capaces de sentir otro tipo de dolor.

Quiso acercarse y decirle a Tang Yuhui: «Vete de aquí». Pero también tuvo ganas de preguntarle: «¿Qué diablos estás mirando con tanto interés?».

Pero al final, Kang Zhe no hizo nada. Cigarrillo tras cigarrillo se consumieron entre sus dedos sin que diera una sola calada, dejando que se quemaran inútilmente antes de caer al suelo.

Solo cuando Tang Yuhui, tras quién sabe cuánto tiempo, finalmente se levantó, Kang Zhe abandonó también el árbol. Lo siguió a cierta distancia por un tiempo y vio cómo entraba en una posada cualquiera. Esperó un rato, asegurándose de que no saldría, antes de marcharse.

De regreso, Kang Zhe caminó sin rumbo bajo ese cielo estrellado que conocía tan bien, que había experimentado cientos, miles de veces.

Él también, dejándose llevar por esos maravillosos significados simbólicos del mundo, alzó la mirada por un momento. Y por fin creyó entender, al menos un poco.

Aunque esas estrellas no eran nada extraordinario, cuando alguien las contemplaba, parecían devolver la mirada con intensidad. Eran hermosas, sin duda, quizá capaces de despertar anhelo.

Pero Kang Zhe pensó que esos destellos plateados, esos faros colgados en el firmamento, esas rocas incandescentes de hace cientos de millones de años a las que los humanos habían otorgado nombres hermosos… si nadie las miraba con ojos de ternura, su titilar se asemejaría más bien a una señal de auxilio.

Y en el instante en que él alzó la vista, todas, sin excepción, se apagaron.

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