Volumen 1: El Peng vuela diez mil li
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Nota nombre del Volumen: Proviene del modismo chino Péng chéng wàn lǐ. Literalmente se refiere al viaje del Peng (o Roc), un ave mitológica gigante que se transforma desde un pez enorme (Kun) y vuela grandes distancias de un solo golpe. Figurativamente, la frase se usa para describir a alguien que tiene un “futuro brillante” o “perspectivas ilimitadas”.
Cheng Qian tenía diez años según el calendario lunar, pero su estatura se había quedado rezagada con respecto a su edad, creciendo con parsimonia.
El sol se acercaba al cenit. Cheng Qian cargó la leña desde la entrada del patio hasta la sala principal. El fardo completo pesaba demasiado para él, así que tuvo que dar dos viajes. Solo entonces se secó el sudor caliente de la frente y se concentró en avivar el fuego para cocinar.
En los últimos días tenían un huésped en casa. Como su padre estaba ocupado atendiéndolo, todas las tareas —lavar las verduras, cocinar, avivar el fuego y cortar leña— recayeron sobre la cabeza de Cheng Qian, manteniéndolo ocupado como una peonza de patas cortas capaz de levantar un viento de fatiga en cualquier momento y lugar.
Debido a su baja estatura, aunque Cheng Qian ya alcanzaba el fogón, manejar el gran wok seguía siendo incómodo, así que buscó un pequeño taburete en un rincón de la sala para subirse a él.
Las cuatro patas del taburete eran de distintas longitudes y estaban torcidas. Cheng Qian había aprendido a cocinar subido en él desde los seis años. Tras innumerables ocasiones en las que casi cae dentro de la olla para convertirse en sopa de carne humana, había aprendido a convivir pacíficamente con aquel soporte irregular, manteniendo un equilibrio precario en medio de la tormenta.
Ese día, justo cuando estaba de pie sobre el taburete añadiendo agua al gran wok, regresó su hermano mayor.
El hermano mayor de la familia Cheng ya tenía quince años y era todo un mozo. Entró en la sala en silencio, trayendo consigo el olor a sudor. Echó un vistazo alrededor y, con una sola mano, levantó a su hermano pequeño del taburete. Le dio un empujón en la espalda, ni muy suave ni muy fuerte, y dijo con voz apagada:
—Deja que yo lo haga, vete a jugar.
Por supuesto, Cheng Qian no iba a salir a jugar despreocupadamente. Llamó obedientemente a su hermano mayor y luego se puso en cuclillas a un lado en silencio, resoplando mientras tiraba del fuelle.
El mayor de los Cheng bajó la cabeza y lo miró. No dijo nada, pero su expresión era complicada.
La familia Cheng tenía tres hijos. Cheng Qian era el segundo. Hasta la noche anterior, antes de que llegara aquel huésped, a Cheng Qian todavía lo llamaban Cheng Erlang1.
El hermano mayor sabía que los días de usar el nombre Erlang probablemente habían llegado a su fin. Ese sencillo apodo, junto con la persona que era su segundo hermano, estaba a punto de transformarse y marcharse lejos, a tierras extrañas.
El huésped que había llegado la tarde anterior era un taoísta. Su nombre y apellido eran desconocidos, pero se autoproclamaba descaradamente Muchun Zhenren2. Sin embargo, a juzgar por su apariencia, era poco probable que este “Zhenren” tuviera alguna habilidad real. Lucía una escasa barba de chivo, tenía un par de ojos triangulares medio abiertos y bajo su túnica ondeante asomaban unas piernas delgadas y solitarias. No parecía tener el aire de un inmortal, sino más bien el de un adivino charlatán que estafaba a la gente.
El taoísta simplemente pasaba por allí durante sus viajes y se había acercado a pedir un cuenco de agua, pero inesperadamente se encontró con Cheng Erlang.
En ese momento, Cheng Erlang acababa de llegar corriendo de fuera. A la entrada del pueblo vivía un viejo estudiante que había suspendido los exámenes imperiales muchas veces y se dedicaba a enseñar a leer. Los conocimientos del viejo estudiante eran bastante mediocres, pero era ferozmente codicioso con la matrícula. Despreciaba la carne curada, las frutas y las verduras de los granjeros; solo aceptaba oro y plata, y la cantidad nunca era fija. Cada vez que se le acababa el dinero, volvía a extender la mano hacia sus alumnos.
Dada su personalidad, realmente no era digno de transmitir las enseñanzas de los sabios, pero no había otra opción. No era fácil para los niños del campo estudiar, y no había otro maestro en docenas de kilómetros a la redonda.
Con la situación económica de la familia Cheng, ciertamente no tenían dinero extra para enviar a sus hijos a estudiar. Pero aquellos arcaísmos literarios y textos antiguos parecían tener una extraña atracción natural para Cheng Erlang. Como no podía ir abiertamente, a menudo iba a escuchar a escondidas.
El viejo estudiante sentía que cada gota de su saliva era un producto de su sangre y esfuerzo, y se negaba a dejar que nadie escuchara gratis. A menudo, a mitad de la lección, salía vigilante a patrullar.
Así que Cheng Erlang no tuvo más remedio que volverse como un mono, escondiéndose entre las ramas de la gran acacia a la entrada del patio del maestro. Cada vez que escuchaba a escondidas, terminaba sudando la gota gorda tratando de entender los conceptos de cultivar el carácter y gobernar el país.
La noche anterior, con la frente cubierta de ese sudor intelectual y por orden de su padre, Cheng Erlang le llevó un cuenco de agua al huésped. El extraño visitante no lo tomó. Extendió una mano seca como una rama invernal y, sin tocarle los huesos para adivinar su futuro ni usar ninguna técnica extraña, simplemente levantó suavemente la cara de Erlang y cruzó la mirada con aquel niño que se esforzaba por imitar el aire pedante de un erudito.
Nadie sabe qué vio el taoísta en esa mirada. De todos modos, después de mirar, asintió misteriosamente y dijo con gran seriedad a la familia Cheng:
—Veo que este niño tiene unas aptitudes excelentes. En el futuro podría ascender a los cielos o sumergirse en los abismos. Quizás tenga un gran destino; no es un pez de estanque común3.
Cuando el taoísta dijo esto, el hermano mayor estaba presente. Él era aprendiz de un tendero y había visto a todo tipo de gente yendo y viniendo del sur al norte, por lo que se consideraba alguien con cierta experiencia. Nunca había oído hablar de alguien que pudiera juzgar las aptitudes de una persona con solo mirarla a los ojos.
El hermano mayor estaba a punto de refutar con desprecio a ese estafador del Jianghu, pero antes de que pudiera abrir la boca, se dio cuenta de que su propio padre ya se había creído esas tonterías. De repente, comprendió algo con un escalofrío en el corazón.
La familia Cheng no era rica. Antes de fin de año, su madre había dado a luz a un hermano pequeño. El parto fue difícil y dejó a su madre tan débil que no había podido levantarse de la cama desde entonces. Así, la familia perdió una fuerza laboral y ganó un “tarro de medicinas” que necesitaba remedios todo el día. Si ya estaban ajustados, ahora se encontraban en una situación desesperada.
La cosecha de este año no pintaba bien; no había caído ni una gota de lluvia en meses. Se avecinaba una gran hambruna sin cosecha alguna. Probablemente… no podrían mantener a los tres hermanos.
El mayor sabía lo que pensaban sus padres. Él llevaba año y medio de aprendiz; en otro año y medio podría empezar a enviar dinero a casa. Era la esperanza futura de la familia Cheng. El hermano pequeño aún estaba en pañales y, naturalmente, los padres no podían soportar desprenderse de él. Así que solo quedaba el de en medio, Erlang. Era puramente sobrante, inútil si se quedaba. Si podían dárselo al taoísta de paso para que aprendiera a ser un inmortal, sería una salida.
Si tenía éxito, sería un golpe de suerte ancestral para la familia Cheng. Si no, no importaba; dejar que se fuera con otro, ya fuera para vagar por el mundo o para estafar, significaba que tendría comida y podría crecer. Eso ya contaba como un futuro.
Entre Muchun Zhenren y el miope cabeza de familia de los Cheng, el trato se cerró rápidamente. El taoísta dejó un lingote de plata triturada. Entregaron el dinero con una mano y al niño con la otra. A partir de ese momento, Cheng Erlang cambió su nombre a Cheng Qian. Esa misma tarde, cortaría sus lazos terrenales y emprendería el viaje con su maestro.
El hermano mayor le llevaba varios años a su segundo hermano. Normalmente no tenían mucho de qué hablar y no eran muy cercanos, pero el segundo hermano había sido sensato desde pequeño. No lloraba ni armaba escándalo, nunca causaba problemas, usaba la ropa vieja del mayor, cedía la comida y la bebida al pequeño y a la madre enferma, y siempre era el primero en trabajar sin quejarse.
Aunque el mayor no lo decía, en su corazón le dolía su hermano.
Pero no había solución. La familia era pobre y no podían mantenerlo. Aún no era el momento para que el hijo mayor de los Cheng tomara las riendas de la casa; su opinión no contaba en absoluto, ni para lo grande ni para lo pequeño.
Aun así, era su propia sangre. ¿Cómo podían venderlo así como así?
Cuanto más lo pensaba el hermano mayor, peor se sentía. Tenía ganas de aplastarle la frente al viejo estafador con el cucharón de hierro, pero tras pensarlo mucho, no se atrevió. Al fin y al cabo, si tuviera ese coraje, no necesitaría ser aprendiz de camarero; ¿no sería más lucrativo dedicarse al bandidaje?
Cheng Qian no era completamente ignorante de los planes de sus padres ni de la melancolía de su hermano mayor.
No se le podía considerar un niño prodigio, de esos que componen poesía a los siete años y son ministros a los trece, pero tenía más astucia de lo normal.
Su padre trabajaba de sol a sol, su hermano mayor trabajaba bajo las estrellas y la luna. En los ojos de su madre solo cabían el mayor y el pequeño; no había sitio para él. Por eso, en la casa Cheng, aunque nadie le pegaba ni le insultaba, tampoco nadie lo tomaba en cuenta. Cheng Qian lo sabía perfectamente. Nació sabiendo comportarse, tratando de no ser ruidoso ni molesto. Lo más rebelde que había hecho en su vida no era más que trepar al árbol del viejo estudiante para escuchar un poco de esa incomprensible literatura de los sabios.
Trabajaba diligente y concienzudamente, considerándose un pequeño camarero, un pequeño jornalero, un pequeño sirviente… simplemente no se consideraba un hijo.
Cheng Qian no sabía muy bien qué se sentía al ser un hijo.
Los niños deberían ser habladores y traviesos, pero como Cheng Qian no era un hijo, naturalmente no tenía el privilegio de hablar de más ni de ser travieso. Si tenía algo que decir, se lo aguantaba. Con el tiempo, como las palabras no podían salir, se afilaban hacia adentro, perforando su pequeño pecho y llenándolo de agujeros y astucia.
Cheng Qian, con el corazón curtido, sabía que sus padres lo habían vendido, pero sentía una extraña calma, como si hubiera esperado este día desde hacía mucho tiempo.
Antes de partir, su madre enferma se levantó de la cama, algo inaudito, y temblando lo llamó a un lado. Con los ojos enrojecidos, le metió un pequeño paquete en las manos. Dentro había algunas mudas de ropa y una pila de tortas de harina fermentada. La ropa, por supuesto, era la que ya no le servía a su hermano mayor, arreglada; las tortas las había hecho su padre la noche anterior.
Después de todo, era carne de su carne. Su madre lo miró y no pudo evitar meter la mano en la manga para rebuscar. Cheng Qian vio cómo sacaba temblorosa una ristra de monedas de cobre. Aquellas monedas abolladas y de color opaco de repente tocaron una fibra en el corazón indiferente de Cheng Qian. Como una bestia congelada, movió la nariz en medio del hielo y la nieve, percibiendo un poco del aroma de su madre.
Pero su padre también vio la ristra de dinero. El hombre tosió ruidosamente a su lado. Su madre no tuvo más remedio que volver a guardar el dinero con lágrimas en los ojos.
Así, el aroma de su madre fue como una flor en el espejo o la luna en el agua; un destello fugaz. Antes de permitir que Cheng Qian lo percibiera con certeza, se desvaneció una vez más como el humo y las nubes.
—Erlang, ven —su insípida madre tomó la mano de Cheng Qian y lo llevó a la habitación interior. No habían dado ni dos pasos cuando ella empezó a jadear.
Se sentó agotada en un banco ancho y señaló la pequeña lámpara de aceite que colgaba del techo, preguntando con voz débil:
—Erlang, ¿sabes qué es eso?
Cheng Qian levantó la vista con indiferencia:
—La Lámpara Eterna del Inmortal.
Aquella pequeña lámpara de aspecto ordinario era la reliquia familiar de los Cheng. Se decía que era parte de la dote de la bisabuela de Cheng Qian. Del tamaño de una palma, sin mecha y sin necesidad de aceite, tenía unas líneas de hechizos talladas en su antigua base de ébano que le permitían brillar por sí misma, iluminando eternamente aquel espacio de un pie cuadrado.
Sin embargo, Cheng Qian nunca entendió qué utilidad tenía ese trasto colgado allí, aparte de atraer insectos en verano.
Pero, puesto que era un artefacto inmortal, no necesitaba tener una utilidad práctica. Siempre que pudieran sacarla para presumir un poco cuando los vecinos venían de visita, para unos aldeanos rústicos ya era un tesoro digno de transmitirse de generación en generación.
Los llamados “artefactos inmortales” eran objetos en los que un “inmortal” había tallado hechizos. Los mortales comunes no podían imitarlos. Había muchas clases de artefactos inmortales y sus usos eran muy variados: lámparas que no necesitaban aceite, papel que no temía al fuego, camas cálidas en invierno y frescas en verano, y un largo etcétera.
Antaño, un cuentacuentos ambulante pasó por la entrada del pueblo y contó que en las grandes y prósperas ciudades había mansiones construidas con “ladrillos inmortales”. Bajo el sol, brillaban como techos de cristal, tan resplandecientes como un palacio imperial. Los cuencos de arroz de las familias ricas tenían una capa de hechizos escritos por inmortales de alto nivel que podían repeler cientos de venenos y curar cientos de enfermedades. Un solo fragmento de porcelana de un cuenco roto costaba cuatro taels de oro, y aun así la gente se peleaba por ellos.
Los “Inmortales”, también conocidos como “Cultivadores”, se llamaban a sí mismos “Taoístas” o “Zhenren”; el primer término solía ser una autodenominación para parecer un poco más modestos.
Se decía que comenzaban introduciendo Qi en sus cuerpos y comunicándose con el cielo y la tierra. A medida que su cultivo se profundizaba, podían practicar la inedia (dejar de comer), subir al cielo y entrar en la tierra, e incluso alcanzar la inmortalidad eterna y ascender tras superar las tribulaciones… Había muchas leyendas, pero nadie había visto nunca cuántas narices u ojos tenía un verdadero inmortal; solo sonaba milagroso.
El paradero de los inmortales era incierto, y los buenos artefactos inmortales eran aún más difíciles de conseguir, incluso con mil piezas de oro, siendo muy codiciados por los altos funcionarios y nobles.
La madre de Cheng se inclinó, mirando a Cheng Qian con vehemencia, y preguntó en voz baja, casi con un tono adulador:
—Cuando Erlang termine sus estudios y regrese, ¿le hará también una lámpara eterna a mamá, de acuerdo?
Cheng Qian no respondió. Solo levantó los párpados y la miró, pensando fríamente en su interior: “Sigue soñando. Hoy me envías fuera; en el futuro, ya sea que aprenda o no, viva o muera, sea un cerdo o un perro, nunca volveré a mirarte”.
La madre de Cheng se quedó atónita. Descubrió que el niño no se parecía a sus padres, sino que tenía un aire a su hermano mayor.
Su hermano mayor había sido el único rastro de gloria en la tumba de sus ancestros. Desde pequeño no parecía un hijo de granjeros; tenía rasgos pintorescos. Sus padres se arruinaron para pagar sus estudios y él respondió a las expectativas, aprobando el examen de Xiucai4a los once años. La gente decía que en su familia había aterrizado la Estrella de la Sabiduría.
Sin embargo, la Estrella de la Sabiduría probablemente no quiso quedarse mucho tiempo en el mundo mortal. Antes de que pudiera aprobar el examen de Juren5, enfermó y murió.
Cuando su hermano murió, la madre de Cheng aún era pequeña y algunos recuerdos ya eran borrosos, pero ahora, al recordarlo de repente, aquella persona era igual cuando estaba viva: tanto si estaba loco de alegría como si ardía de ira, solo lanzaba esa mirada indiferente, tan reservada y tranquila que intimidaba a la gente e impedía cualquier acercamiento.
La madre de Cheng soltó involuntariamente la mano de Cheng Qian. Al mismo tiempo, Cheng Qian retrocedió medio paso sin dejar rastro.
De esa manera, dócil y sin decir una palabra, puso un final abrupto a la despedida entre madre e hijo.
Cheng Qian consideraba que su comportamiento no nacía del resentimiento. El resentimiento no tenía sentido. Sus padres le habían dado la vida y lo habían criado; incluso si su bondad se había detenido a mitad de camino y decidieron no quererlo después de criarlo a medias, como mucho, los méritos y las faltas se cancelaban mutuamente.
Bajó la cabeza mirando la punta de sus pies y se dijo a sí mismo que no importaba que sus padres no lo tuvieran en cuenta, y que tampoco importaba que lo vendieran a un taoísta de ojos triangulares.