No disponible.
Editado
Llegó la primavera, y el turismo en Garzê comenzó a recobrar vida. La casa de huéspedes empezó a ver un flujo constante de otros viajeros que iban y venían, y los padres de Kang Zhe, ya libres del trabajo agrícola, venían con frecuencia a echar una mano.
Tang Yuhui encontró el rincón más cómodo de toda la casa: la terraza en la azotea, en el tercer piso. Kang Zhe le había entregado la llave.
Su pequeño mundo de dos empezó a verse interrumpido por la creciente afluencia de gente, pero a Tang Yuhui no le molestó demasiado, porque recibió a cambio una recompensa aún más agradable: le encantaba ver a Kang Zhe atendiendo a los turistas. De verdad sentía que era su momento del día, su made my day.
Tang Yuhui descubrió que la forma en que Kang Zhe lidiaba con la impaciencia era, en realidad, bastante sencilla: solía limitarse a alzar un poco los párpados y dejar que su mirada, cargada de hastío, se perdiera en el vacío, sin enfocarse en nada. No decía ni una palabra de más.
Pero bastaba con que Kang Zhe mirara a alguien unos segundos de más, para que incluso los huéspedes más astutos empezaran a balbucear. Algunos, tras un largo silencio incómodo, se rendían por completo; otros, simplemente, optaban por buscar a los padres de Kang Zhe, que eran mucho más fáciles de abordar.
Además –tal como Tang Yuhui había previsto–, Kang Zhe podía ser frío y encantador a la vez. Era capaz de desviar sin esfuerzo las invitaciones a hacer senderismo de los mochileros, y sortear con natural soltura los coqueteos de todas las chicas bonitas.
Mucha gente quería invitar a Kang Zhe, y las intenciones eran de lo más variadas. Pero Kang Zhe los rechazó a todos.
Tang Yuhui se repetía cada día que el monte Fuji no podía pertenecerle a nadie, pero eso no le servía de mucho para calmar la alegría que lo desbordaba.
A menudo, de buen humor, se escondía en la azotea para leer. Cuando Kang Zhe no estaba ocupado, lo sacaba a pasear; si tenía trabajo, le dejaba la llave para que saliera solo.
Una vez, al despertar, Tang Yuhui tenía la cara marcada por el teclado, pero alguien le había cubierto con la manta roja, grande y gruesa de Kang Zhe.
Un estado de ánimo que mejora activamente, incluso sin necesidad de comunicarlo explícitamente, puede ser percibido por quienes te rodean.
Aunque no lo presumiera, Ke Ning también se dio cuenta de que Tang Yuhui estaba viviendo un romance feliz y novedoso.
Aunque la preocupación lo tenía tan ansioso que apenas podía dormir, era el mejor amigo de Tang Yuhui y le resultaba difícil decir una sola palabra negativa.
Así que Ke Ning solo pudo aprovechar el excelente estado de ánimo de Tang Yuhui para bombardearlo con varias dosis de consejos motivacionales baratos.
Y los consejos, aunque baratos, funcionaron. Tang Yuhui realmente empezó a sentir que la vida era hermosa, que el mundo, visto a través de los ojos del amor, se tornaba nuevamente colorido y vibrante.
Aceptó el consejo de Ke Ning para recomponerse, y de pronto sintió que todas las traiciones, humillaciones y desdenes que había sufrido no eran más que pequeñas heridas, magnificadas por su propio orgullo.
Tang Yuhui no era una persona sumisa, débil ni digna de lástima.
Era fuerte, lo suficiente como para tener el coraje de empezar de nuevo.
Con el impulso de las frases prefabricadas y poco sentidas de Ke Ning, y su propio estado de enamoramiento intenso como combustible, Tang Yuhui tuvo de pronto la revelación de la inmensa diferencia de escala entre el universo y una hormiga. Se sorprendió de haber quedado atrapado en dificultades tan insignificantes.
Si Kang Zhe lo viera, seguramente pensaría que sus preocupaciones no eran más que una gota en el océano.
No podía decirse que hubiera recuperado la confianza, pero Tang Yuhui vislumbró, de manera vaga, una especie de grandeza imprecisa y carente de sentido. Ya no albergaba sueños más grandes. Por más tortuoso que fuera el camino, también le había regalado la hermosa luz que alguna vez persiguió.
Ese día, al atardecer, Tang Yuhui estaba en la azotea, envuelto en una manta leyendo artículos académicos. A su lado, una taza de té de mantequilla ya frío, que Kang Zhe le había preparado justo antes de salir.
Kang Zhe nunca preparaba té de mantequilla para los huéspedes. Su padre, en cambio, sí lo hacía, aunque, siendo honestos, el de Kang Zhe sabía mucho mejor.
El padre de Kang era amable y cordial, y el té de mantequilla no era caro, pero incluso si los huéspedes lo pedían con antelación, una tetera costaba veinte yuanes.
Tang Yuhui lo bebía todos los días, pero nunca le habían cobrado un solo centavo.
Kang Zhe había salido con algunas de las ovejas de la casa de huéspedes a dar la vuelta a la montaña. Dijo que, aunque no pudiera ver a Jiase, debía repartir la lluvia y el rocío por igual.
Tang Yuhui ya estaba cansado de la palabra «adorable», así que, entre el aroma del té con mantequilla, se enredó en un beso prolongado con Kang Zhe, que estaba a punto de salir.
Kang Zhe rara vez lo besaba con tanta ternura. Tang Yuhui, como si siguiera una regla, empezó a derretirse.
Sin embargo, justo a mitad del beso, el padre de Kang Zhe salió de la sala hacia el patio a buscar algo. Tang Yuhui, al verlo por el rabillo del ojo, se asustó tanto que sin querer le mordió el labio inferior a Kang Zhe.
Al final, el padre de Kang Zhe no los vio, pero Kang Zhe sonrió, con esa mezcla suya de indiferencia y dulzura. Eso sí, no tuvo piedad con la mano: le dio a Tang Yuhui un buen pellizco en la cintura.
Cuando Kang Zhe regresó, el crepúsculo ya empujaba las nubes carmesí. Tang Yuhui había pasado toda la tarde en la azotea, y la punta de su nariz se había enrojecido por el sol.
Su piel era demasiado blanca, demasiado fina; pequeños vellos se asomaban junto al rojo cereza de sus labios. De verdad parecía una bendición regalo de la fe.
Kang Zhe metió rápido a las ovejas en el corral, se quedó un momento en el patio mirando la silueta redonda del sol poniente sobre la azotea, sacó un cigarro, lo pensó un rato y volvió a guardarlo. Luego alzó el pie y se dirigió hacia la escalera.
Tang Yuhui estaba concentrado leyendo su artículo académico cuando, de pronto, Kang Zhe lo alzó en brazos por detrás.
Se sobresaltó y su cuerpo reaccionó antes que su mente: se aferró con brazos y piernas al único punto de apoyo, quedando colgado por completo del cuerpo de Kang Zhe, sin atreverse a moverse ni un poco. Solo el corazón le retumbaba como un tambor mal tensado, resonando sordo y gigante.
Pero Kang Zhe no lo miraba; estaba concentrado en la pantalla del portátil de Tang Yuhui. Con un brazo por debajo de su muslo, se aseguraba de que él sintiera que no iba a caerse.
Tang Yugui ya no recordaba cómo hablar en chino. Trató de reorganizar el lenguaje con desesperación, y hasta las palabras le ardían al salir:
—Tú… ¿qué estás haciendo…?
Kang Zhe no le respondió. Terminó de leer con calma las dos últimas líneas de la página, y recién entonces giró hacia él y le sonrió.
—No entendí nada.
Esa sonrisa se desvaneció en un instante, pero dejó a Tang Yuhui, en todos los mundos paralelos posibles en ese preciso momento, eternamente sin palabras. El corazón le dio un vuelco, convencido de que en este mundo no podía existir nadie más encantador que Kang Zhe.
Kang Zhe liberó su otra mano y alzó un poco más a Tang Yuhui.
El centro de gravedad de Tang Yuhui se elevó, pero él siguió colgado obedientemente de Kang Zhe. Alzó los brazos y se aferró a su cuello, presionando una de sus mejillas encendidas, como hierro al rojo vivo, contra la clavícula de Kang Zhe.
—Levanta la cabeza —le dijo él.
Tang Yuhui levantó la cabeza dócilmente. Kang Zhe le dio un beso en el párpado, lo devolvió a la silla, le revolvió el cabello y besó su frente. Sin decir nada más, se dio la vuelta y bajó las escaleras.
Tang Yuhui se quedó mirando la pantalla del computador durante mucho rato. Las pequeñas letras en tipografía SimSun, tamaño catorce, lo observaban en silencio, sin decir nada que pudiera entender.
Tang Yuhui no sabía por qué tenía ganas de llorar, pero aquella felicidad inmensa y silenciosa lo hizo temblar con honestidad. Y esa felicidad lo asustaba, porque en ese brevísimo instante había querido decirle a Kang Zhe:
Te amo.
El crepúsculo tiñó de rojo sus ojos. Nubes encendidas de escarlata se reflejaban en el cielo, y Tang Yuhui, sentado en silencio, parecía radiante y triste al mismo tiempo. No fue hasta que el cielo oscureció y el entorno quedó en calma que se dio cuenta de cuánto tiempo había pasado allí. Entonces, en la pantalla apareció un mensaje de Kang Zhe:
«¿No decías siempre que querías pastorear ovejas? ¿Qué tal si te llevo mañana?».
Tang Yuhui se quedó mirando un momento, luego alzó la mano y presionó suavemente la comisura de su ojo. Respondió con un «Está bien», y poco a poco cerró la computadora.
La hermosa imaginación que la gente tiene sobre el pastoreo probablemente se remonta a tiempos muy antiguos.
Esa palabra, tan vieja y melancólica, parece ir siempre acompañada del viento vasto de las praderas, del sonido lejano de una flauta, de todo lo que uno pueda imaginar relacionado con la libertad…
El sol brilla abiertamente, las montañas se alzan bajo nubes cambiantes como perros grises en el cielo.
Tang Yuhui pensó que quizá era porque, para él, salir era simplemente eso: salir. Moverse entre coordenadas, sin nada digno de mención. Pero cuando salía Kang Zhe, parecía un viajero. Siempre que lo veía volver a caballo, con las ovejas tras de sí, le daba la impresión de que venía de atravesar mil montañas y diez mil ríos.
Sin embargo, pastorear ovejas resultó ser mucho más difícil de lo que Tang Yuhui había imaginado. No sabía por qué, pero ese rebaño, que por lo general apenas se hacía notar, con él se mostraba especialmente rebelde. Se esforzaba por guiarlas sin éxito, sudando a chorros, y aun así siempre había alguna cabra que se alejaba por su cuenta. Desesperado, Tang Yuhui terminó pidiéndole ayuda a Kang Zhe, quien hasta ese momento lo observaba perezosamente desde un lado.
Como era de esperarse, en cuanto Kang Zhe tomó el mando, las ovejas mostraron su naturaleza dócil. Si Kang Zhe iba hacia el este, ellas no se atrevían a mirar hacia el oeste. Tang Yuhui, al ver eso, se enfadó sin saber por qué y murmuró para sí, lleno de frustración lo poco dignas que eran las ovejas.
Una vez que el rebaño fue conducido a la ladera para pastar, Kang Zhe llevó a Tang Yuhui al otro lado del cerro para recostarse.
Yacían uno al lado del otro, hombro con hombro. Tang Yuhui percibía el aroma espeso y seco de la hierba, mientras el viento del atardecer pasaba en silencio entre los dos. Giró la cabeza y miró a Kang Zhe.
Kang Zhe también lo estaba mirando. Le sonrió.
—¿Tú hablas español, cierto?
—Sí —respondió Tang Yuhui—. ¿Quieres aprender?
—No —dijo Kang Zhe—. Pero cada día te leeré tus libros de poesía en tibetano y, a cambio, tú me recitarás un pasaje de un sutra budista en español. ¿Qué te parece?
—¿Por qué? —Tang Yuhui se sorprendió—. ¿Acaso Buda podrá entenderlo?
Kang Zhe lo pensó un momento antes de responder:
—Supongo que no. Yo tampoco entenderé.
Tang Yuhui se sintió totalmente desconcertado, pero no rechazó la propuesta de Kang Zhe. ¿Cómo podría hacerlo? Era como un regalo caído del cielo. Jamás había imaginado que esas frases podrían ser leídas alguna vez por la persona que le gustaba.
Así fue como, durante los días siguientes, Kang Zhe lo llevó cada día a pastorear en la ladera. Aquella lengua arcaica y grave, leída por Kang Zhe, sonaba realmente como un cuerpo celeste de bronce en movimiento. Tang Yuhui traducía cada palabra incomprensible en su mente al idioma en que, desde ese día, no dejaba de murmurar en silencio: el idioma del amor.
Siguiendo el acuerdo, Tang Yuhui recitaba a trompicones los enrevesados sutras, transformando trabajosamente cada frase en su mente varias veces antes de poder repetirla en voz alta.
Una vez, se distrajo mientras lo hacía. Kang Zhe lo escuchaba recitar los versos budistas con aparente indiferencia. La luz del sol atravesaba las nubes y caía suavemente sobre sus cabezas. Los poemas de Chile quedaban muy, muy lejos. Pero Tang Yuhui, mirándolo a los ojos, le susurró:
—Me gusta cuando callas.
Después de esa pequeña conversación sin sentido a tres lenguas, Kang Zhe reunió al rebaño, lo llevó de regreso, y luego subió a la moto para ir con Tang Yuhui a jugar junto al río.
Se agacharon junto a un ramal del arroyo. Tang Yuhui se quitó los calcetines, y sus pies, tan blancos como la nieve, quedaron al descubierto.
Kang Zhe lo guio hasta un grupo de piedras particularmente puntiagudas, en la parte más escarpada de la cornisa, y le hizo ponerse de pie allí, descalzo.
En cuanto los pies de Tang Yuhui tocaron las piedras, frunció ligeramente el ceño.
—Duele un poco.
Kang Zhe lo miró de reojo y dijo con calma:
—¿No lo sabías? Entre los tibetanos locales hay una costumbre muy popular: caminar sobre estas piedras ayuda a masajear los puntos de acupresión. Es buenísimo para la salud.
Tang Yuhui parpadeó despacio.
—¿En serio…?
Él obedeció y permaneció allí un rato. Los fríos chorros del arroyo hicieron que sus pies desnudos se pusieran pálidos. Las piedras eran tan afiladas que, al levantar el pie, Tang Yuhui vio que la planta de su pie estaba marcada con rojas hendiduras, resultado de los cantos de las piedras.
Kang Zhe lo levantó del arroyo y lo llevó hasta la moto, riendo mientras se disculpaba.
—Lo siento, era una broma.
El engañado Tang Yuhui se quedó mirando fijamente ese colmillo malicioso. Tras un largo silencio, de pronto su cuerpo reaccionó: como en un acto de venganza, encontró el colmillo con los labios y lo empujó con la punta de la lengua.
Kang Zhe se rio con más fuerza. Cumplió perfectamente con el papel de un mentiroso arrepentido. Colocó ambas manos sobre las rodillas de Tang Yuhui, se agachó un poco y, alzando la cabeza, lo besó lentamente, durante mucho rato.
Notas sobre los poemas: