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La escuela primaria donde Tang Yuhui daba clases como voluntario estaba a más de diez kilómetros del pueblo. En esa región del altiplano, la baja densidad de población ya no podía describirse simplemente como escasa; era, en verdad, un lugar prácticamente deshabitado.
Cuando el padre y la madre de Kang Zhe se enteraron de que Tang Yuhui se iba a quedar para ser profesor en ese rincón pobre y remoto –aunque solo fuera temporalmente–, se sintieron tan conmovidos que, por un momento, no pudieron articular palabra.
El padre de Kang Zhe, que durante décadas había conservado intacto el corazón de un viejo maestro, guardó silencio durante largo rato tras enterarse. Luego le dio varias palmadas en el hombro a Tang Yuhui y estuvo a punto de romper en llanto.
Desde entonces, dormir hasta el mediodía se convirtió en un sueño inalcanzable para Kang Zhe. La posición de Tang Yuhui en la casa de los Kang Zhe alcanzó su punto más alto: el padre y la madre de Kang no solo le eximieron más de un mes de alquiler, sino que además insistieron en que Kang Zhe lo llevara y recogiera de la escuela todos los días.
Cada mañana, Kang Zhe se levantaba con una expresión malhumorada, y durante el camino hacia la escuela rara vez decía una sola palabra. Sin embargo, al recogerlo por la tarde, solía estar de buen humor, y en algún rincón donde los alumnos de Tang Yuhui no pudieran verlo, le robaba un beso largo.
Tang Yuhui, que había decidido a última hora hacer voluntariado, pudo quedarse de forma excepcional. Como la escuela primaria tenía dificultades para ofrecerle alojamiento, continuó viviendo en la casa de huéspedes de la familia de Kang Zhe.
En una de las idas a la escuela, Kang Zhe lo había provocado con sarcasmo, diciéndole que lo suyo era una experiencia de enseñanza rural de lujo: con transporte privado y hospedaje en hostal incluido. Tang Yuhui no podía refutarlo. Aunque la naturaleza de su situación era muy diferente a noticias sensacionalistas como «repartidor de comida en auto deportivo», lo que decía Kang Zhe eran, al fin y al cabo, hechos.
Tenía la conciencia algo intranquila, pero aún así le costaba resignarse. Después de todo, él ya había dado el paso de acercarse, ¿por qué daba la impresión de que Kang Zhe seguía sin cambiar mucho?
Lamentablemente, aunque Tang Yuhui tenía mucha determinación en el corazón, le faltaba valor en la práctica, así que carecía de una presencia intimidante. Cuando Kang Zhe lo provocaba con indirectas, él solo podía abrir mucho los ojos y mirarlo fijamente, creyendo –ingenuamente– que así se veía feroz.
El resultado de todo esto fue que, al entrar en el aula, una niña de tez morena sentada en la primera fila lo miró con preocupación y, en un chino cargado de acento, le preguntó:
—Profesor, ¿por qué tiene la cara tan roja? ¿Está enfermo?
Tang Yuhui, sin aliento y visiblemente nervioso, respondió que no, y enseguida bajó la cabeza, se dio la vuelta y comenzó a escribir en la pizarra los teoremas y fórmulas que enseñaría ese día.
Llamarlo pizarra era generoso: en realidad, no era más que una losa de piedra algo más oscura. Las tizas, gastadas hasta quedar diminutas, eran cuidadosamente ordenadas por los alumnos cada día y colocadas con esmero sobre el tambaleante «pupitre» donde enseñaba Tang Yuhui.
Tang Yuhui era una persona amable, sabía muchas cosas, siempre iba bien vestido y hablaba con calma y seguridad. Parecía saberlo todo. Venía de la mejor universidad de la capital y vivía en casa del Kang Zhe-ge. Lo que es más, era increíblemente guapo, como si perteneciera a otro mundo.
Los niños no tienen un concepto de lo bueno y lo malo, ni de la riqueza y la pobreza con la claridad que tienen los adultos. Pero aquellos pequeños de rostros sucios y ropa remendada sentían por Tang Yuhui una admiración intensa y compleja.
Aunque las condiciones ahora ya no son tan malas como antes, y los niños han conocido a varios profesores venidos de la ciudad, nunca habían visto a alguien como Tang Yuhui, quien en sí mismo encarnaba un sueño lejano y hermoso, tan limpio y bello como el cielo, pero también igual de alto y distante.
Esa luz tan deslumbrante hacía que la admiración que sentían por él fuera difícil de expresar con palabras. Aun así, no impedía que cada uno de los niños de la clase, en silencio, quisiera profundamente a Tang Yuhui.
En esta escuela primaria no había seis grados, solo cursos superiores e inferiores.
Al principio, Tang Yuhui temía no ser un buen profesor, así que decidió empezar con los grados más bajos. Pero tras descubrir en varias ocasiones a estudiantes mayores espiando desde fuera del aula para escucharlo, decidió unificar la clase y enseñar matemáticas a ambos niveles al mismo tiempo.
El aula, ya de por sí pequeña, se llenaba cada día de niños sucios y ennegrecidos por el sol y el polvo, que alzaban la cabeza con atención, mirando fijamente la pizarra. Mientras escribía en ella, el corazón de Tang Yuhui se iba aquietando. Sabía que al darse la vuelta, lo esperarían decenas de pares de ojos brillantes, mirándolo como si fueran estrellas.
Cada día, en la esquina inferior derecha de la pizarra, encontraba escrito con letra chueca un «Buenos días, profesor».
Cada día, los trazos de los niños variaban: algunos ya intentaban imitar la escritura de los adultos, con caracteres torpes y rígidos; otros juntaban los trazos –horizontales, diagonales, verticales– como si hubieran requerido toda la concentración del mundo. A simple vista, se notaba que aún no dominaban los caracteres chinos.
Esa era la forma en que esos estudiantes suyos, tímidos e introvertidos, encontraban cada día para decirle que le tenían cariño, para saludarlo.
Las condiciones eran duras. Hasta las tizas eran un recurso escaso y valioso, así que todos las usaban con sumo cuidado. Por eso, las tres palabras «Buenos días, maestro» solían quedar apretadas en un rincón diminuto de la pizarra, casi imperceptibles. Durante los primeros días, Tang Yuhui ni siquiera las había notado.
Hasta que un día, al explicar el concepto de conjuntos, quiso dibujar un grupo de animalitos como ejemplo. Se extendió demasiado y no le alcanzó el espacio en el pizarrón. Fue entonces, al mirar de reojo buscando un hueco, que notó esas palabras en la esquina inferior derecha.
Se quedó mirándolas en silencio durante unos segundos, hasta que un pesado y tenso silencio le recordó que debía hablar. Solo entonces giró la cabeza y, mirando a ese grupo de estrellas que, antes inexplicablemente tenues, ahora brillaban con expectación, les regaló su sonrisa más amplia.
Los ojos de Tang Yuhui se curvaron como lunas crecientes, radiantes; al sonreír, parecía que irradiaban una luz acuosa, y hasta el «gracias» que pronunció fue como cuando las nubes se disipan por la noche y la luna reaparece: una luz plateada, suave, acariciando con ternura las montañas.
En ese momento, casi todos en el aula esbozaron una sonrisa, y algunos de los estudiantes más tímidos bajaron la cabeza.
Esa escena también la vio Kang Zhe. A menudo, después de dejar a Tang Yuhui, no se apresuraba en volver a la casa de huéspedes. Se tumbaba en el pequeño césped del patio de la escuela para disipar el mal humor matutino, o simplemente se echaba otra siesta para holgazanear un rato más.
Aquel día se quedó de pie fuera del aula, justo en el único ángulo muerto de la ventana de cristal. Con curiosidad, decidió observar unos diez minutos más, para ver si Tang Yuhui descubría hoy el regalo que ese grupo de niños le había dejado.
La reacción de Tang Yuhui fue casi exactamente como Kang Zhe había imaginado: primero se quedó pasmado –probablemente lo estaría por un buen rato– y luego, sin falta, mostraría una gran sonrisa, de esas que hacen sentir feliz a cualquiera.
Solo que la escena lo conmovió un poco más de lo que había previsto. Lo observó un momento, encendió un cigarrillo y, en lugar de ir a dormir al patio como de costumbre, montó en silencio su motocicleta y se fue.
Ese día debería haber sido igual. Como siempre, Kang Zhe fue a tocar la puerta del cuarto de Tang Yuhui, casi como una rutina. Pero esta vez no se oyeron pasos ligeros al otro lado, ni apareció nadie con aire de culpa, mirando a su alrededor antes de lanzarse a abrazarle el cuello, restregarse contra él durante un buen rato y, al final, plantarle un beso tímido en la mejilla.
Tang Yuhui tardó bastante en acercarse a abrir la puerta. Tenía la cabeza agachada, de modo que no se podía distinguir su expresión, pero su cabello estaba desordenado, como el de un corderito empapado que ha sido atrapado en una tormenta.
Kang Zhe le levantó el mentón y lo miró un momento; por suerte, no había llorado, aunque las comisuras de sus ojos estaban algo rojas.
Suavizando su tono, Kang Zhe preguntó:
—¿Qué pasó?
Tang Yuhui negó con la cabeza.
—Nada. Vámonos rápido, voy a llegar tarde a clase.
Desde hacía ya mucho tiempo, Kang Zhe había aprendido a reconocer con naturalidad las distintas emociones de Tang Yuhui. Por eso, le sorprendió captar que esta vez no estaba tratando de ocultar su debilidad, sino una señal genuina de que no quería consuelo.
Kang Zhe, que ya estaba preparando mentalmente unas palabras lo más amables posible, no tuvo más remedio que guardar silencio y seguirle la corriente.
De forma inusual, Tang Yuhui no dijo ni una sola palabra durante el trayecto en la moto. Todo él parecía una planta herbácea aplastada por la escarcha.
Cuando llegaron a la entrada de la escuela y Kang Zhe vio que no había nadie alrededor, lo bajó de la moto con cuidado, le quitó el casco con suavidad, y tal y como esperaba, la rojez en la comisura de sus ojos seguía ahí.
Kang Zhe frunció el ceño.
—Mejor no vayas a clase hoy. Iré a hablar con el director.
Tang Yuhui seguía sin decir nada, solo negó con la cabeza. Pero al ver que Kang Zhe no tenía intención de dejarlo ir, esbozó una sonrisa forzada y dijo:
—No puedo faltar. Además, quiero ir. Estoy bien. Ven a buscarme por la tarde, ¿sí?
Incluso en momentos así, conservaba esa bondad pura y dócil que lo caracterizaba. Kang Zhe no encontró palabras para insistir, así que solo le advirtió:
—Si pasa algo, llámame.
Después de esforzarse por mantenerse firme durante todo el día de clases, la sensación de tristeza húmeda y pesada, como si lo hubieran empapado en agua fría por la mañana, parecía haberse disipado un poco. Al salir por la puerta de la escuela, vio a Kang Zhe esperándolo montado en la moto.
Mientras se acercaba, su mirada se perdió en el cielo azul intenso y las nubes flotando a espaldas de Kang Zhe. Pensó: «Qué suerte que ustedes son despejados y libres, capaces de consolar, por sí solos, tantas vidas insignificantes».
Apenas Tang Yuhui se subió a la moto, Kang Zhe arrancó casi como si volara. Tang Yuhui, abrazado a su cintura, estuvo a punto de gritar del susto.
Pero Kang Zhe no tomó el camino de regreso a la casa de huéspedes. Tang Yuhui, distraído, miraba los paisajes desconocidos que se desplegaban ante él, hasta que, con extrañeza, vio cómo Kang Zhe detenía la moto junto a una pequeña colina.
Kang Zhe dio unos pasos y luego, como si de pronto recordara algo, se giró para mirar a Tang Yuhui, que seguía de pie junto a la moto. Le dijo con toda seriedad:
—Se me olvidó, ¿quieres que te lleve en brazos?
Tang Yuhui se apresuró a caminar.
—No hace falta… puedo ir solo.
No tardaron mucho en llegar a la cima de la colina. Las banderas de plegaria de cinco colores ondeaban sobre la pradera verde, y las tiras de tela cubiertas de oraciones flameaban como si tuvieran alas, listas para soltarse de las cuerdas largas y volar hacia las montañas nevadas.
Desde abajo no se veía, pero al llegar a la cima apareció un pequeño y serpenteante arroyo que rodeaba las colinas. En ese momento, todo estaba envuelto en una luz suave del sol, ceñido por destellos dorados como estrellas. La luz quebrada danzaba como un mar de diamantes, como el fino polvo que el atardecer deja caer.
Kang Zhe se tumbó sobre un tramo de pasto blando y le dijo a Tang Yuhui:
—Siéntate.
Tang Yuhui, con la mirada fija en el paisaje frente a él, preguntó con asombro:
—¿Dónde estamos? ¿Por qué me trajiste aquí?
Kang Zhe respondió:
—Es solo una montaña sin nombre. Siéntate primero.
Tang Yuhui se sentó a su lado. Frente a él, el río resplandecía como una cinta dorada; las banderas de plegaria ondeaban y se agitaban a su alrededor. Aunque el viento no era fuerte, parecía tener vida propia, envolviéndolos por todos lados.
Kang Zhe se tumbó a su lado, girando un poco el rostro, con los ojos cerrados, para no mirar directamente al sol.
—Habla —dijo.
Tang Yuhui se quedó en silencio un instante.
—¿De qué?
Kang Zhe respondió:
—No tienes que decírmelo a mí. Díselo a esta montaña sin nombre. Está muy sola, hace muchísimo que no escucha las tonterías de los humanos. Podrías hacer una buena acción y tenerle algo de compasión.
Tang Yuhui guardó silencio un momento, como si no hubiera entendido, y luego sonrió.
—Ya veo. Entonces sí que es una montaña muy triste y solitaria. ¿Quién sabe si querrá escuchar las quejas aburridas de un humano?
Kang Zhe no levantó ni las pestañas. Con la mano, tocó la tierra húmeda bajo la hierba y luego dijo:
—Dice que hagas lo que quieras.
La luz del sol caía sobre el rostro lateral de Kang Zhe, y Tang Yuhui sintió un fuerte deseo de besarlo.
Con delicadeza, lo besó en la oreja. Kang Zhe finalmente abrió los ojos, mirándolo con una mirada oscura. Después de un rato, cerró lentamente los párpados de nuevo.
Tang Yuhui permaneció en silencio un momento antes de hablar:
—Esta mañana, mi madre me llamó por teléfono.
Hizo una pausa y luego, con suavidad, continuó:
—No te lo había dicho antes, pero tengo una hermana. Se llamaba Yu Hui.