Capítulo 27: El descenso de mil nubes

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Tang Yuhui había supuesto que, con lo extensa que era la Prefectura Autónoma de Garzê, y siendo Kangding la capital del condado, lo lógico sería que fuera un lugar relativamente próspero.

Sin embargo, el padre de Kang Zhe le explicó que la población total de Kangding apenas superaba los cien mil habitantes, y que recién el año anterior había logrado salir de la lista de condados empobrecidos.

Tang Yuhui llevaba más de dos meses viviendo en un pueblo donde no había más que praderas, vacas y ovejas. El lugar más concurrido que había visitado era el mercado del pueblo; y allí lo único que se vendía eran animales y productos del campo. Lo recorrió con curiosidad, acompañando a Kang Zhe. Por mucho que se detuvieran, en poco más de diez minutos ya lo habían visto todo.

En un par de ocasiones, Tang Yuhui le pidió a Kang Zhe que lo llevara en moto hasta la tiendita que quedaba a la entrada del pueblo, para comprar dulces y útiles escolares para los niños. Estas salidas eran lo más parecido a «ir de compras» que podía experimentar en aquel lugar.

A pesar de que Kang Zhe ya le había advertido que en la ciudad del condado no había mucho que ver, Tang Yuhui llevaba tanto tiempo alejado de la vida urbana que hasta el aire, con ese ligero aroma humano, le resultaba fresco. Por ello, antes de partir, estaba tan emocionado como si se tratara de una excursión.

Salieron muy temprano. Kang Zhe, temiendo que el viento durante el viaje en moto pudiera resfriar a Tang Yuhui, volvió a sacar esa chaqueta de plumas y se la echó encima.

Tang Yuhui iba en el asiento de atrás, recostado sobre la espalda de Kang Zhe. Apenas habían recorrido un corto tramo, la chaqueta, de forma natural, terminó envolviendo a los dos.

Como siempre, Kang Zhe conducía rápido, y en los trayectos largos parecía casi como si volaran. Tang Yuhui, tragando bocanadas de viento cada vez que intentaba hablar, optó por guardar silencio y, entre el rugido constante del motor, comenzó a distraerse con la misma destreza con la que uno cae en un sueño.

Estar en medio del viento hace que uno pierda las palabras; tal es la fuerza constante de la naturaleza.

Con la mente en blanco, Tang Yuhui contemplaba el paisaje de aquella carretera nacional, vasta y desolada…

Nubes blancas, salvajes como la estepa; montañas, majestuosas y escarpadas, condensando en silencio el amanecer y el ocaso.

Tang Yuhui sabía que no se trataba solo de belleza. Había en ello un sentido, una búsqueda, algo eterno e inmutable. Las vastas praderas, de la marchitez a la lozanía; los valles, de erguirse en silencio a reencontrarse siguiendo el susurro del viento. Miles y miles de reses y ovejas descansan en los amplios pastizales, mientras los campos de cebada de las tierras altas ondean al sol como un mar de espigas; los ríos corren sin cesar, el sol y la luna despiertan y vuelven a dormirse; las estrellas, antiguas como cicatrices del silencio. Desde los albores del mundo, las gentes de alma bondadosa cruzan montañas y ríos, postrándose a cada paso rumbo a la montaña sagrada, hasta llegar, desgastados y harapientos, a la explanada del palacio de Potala…

La vida en la naturaleza avanza, alternando entre la tristeza y la alegría. Los días felices son tan livianos como el viento, como si en cualquier momento pudieran ser llevados a otro lugar.

Tang Yuhui reflexionaba: ¿Por qué, siendo el mundo tan vasto y lleno de crudeza, todavía existen lugares como este que nos permiten ser libres?

Apenas vislumbró la silueta de la ciudad del condado, Tang Yuhui gritó emocionado:

—¡A-Zhe, llegamos, llegamos!

Kang Zhe aún no lograba entender esa forma que tenía Tang Yuhui de apagarse de golpe o de volverse loco de un momento a otro. Con una sonrisa le preguntó, divertido:

—¿Por qué tanta emoción?

—¡Entramos a la ciudad, entramos a la ciudad, entramos a la ciudad! —exclamó Tang Yuhui una y otra vez, eufórico.

Kang Zhe no sabía qué más decir.

—Ya te dije que aquí no hay nada —dijo Kang Zhe con absoluta calma—. Si quieres, puedes tomar uno de esos taxis piratas y seguir hasta Chengdú. Todavía llegarías a tiempo para tomar el té en la calle Chunxi.

Tang Yuhui entendió perfectamente la indirecta, y al instante se volvió dócil.

—No hace falta… Solo llévame a dar una vuelta, a donde sea…

—¿No tienes frío después de más de una hora recibiendo viento? —preguntó Kang Zhe—. Vamos a comer algo para entrar en calor primero.

Kang Zhe lo llevó a un restaurante de la ciudad del condado que tenía una decoración muy sencilla, parecido a los pequeños comedores del pueblo. No estaba en la avenida principal de la zona comercial, así que rara vez iban turistas. El lugar estaba casi vacío.

Apenas Kang Zhe cruzó la puerta del restaurante, Tang Yuhui percibió un súbito movimiento, como si alguien se hubiera levantado de golpe, seguido de unos pasos apresurados.

Intrigado, Tang Yuhui asomó la cabeza, justo a tiempo para cruzar la mirada con un par de ojos de extraordinaria belleza.

El que se acercaba era un joven tibetano de rasgos finos y encantadores, de una edad similar a la de Tang Yuhui.

Se acercó casi corriendo, y en un instante se detuvo frente a Kang Zhe, girando un poco la cabeza para lanzarle a Tang Yuhui una mirada fugaz.

Él apenas había comenzado a esbozar una sonrisa, cuando vio que el joven desviaba la vista y, con una sonrisa brillante, empezaba a hablarle a Kang Zhe en tibetano.

Kang Zhe le respondió unas palabras. Parecían conocerse bien. Tras decirle algo más, Kang Zhe hizo que el joven volviera a reír, y este, riendo aún, extendió la mano como queriendo agarrarle la manga.

Sin embargo, Kang Zhe comenzó a hablar de repente en mandarín, esquivando su mano.

—Danzhu, habla en chino. Vamos a pedir la comida.

El joven tibetano, llamado Danzhu, se quedó perplejo por un instante y luego asintió con la cabeza. Se volvió hacia Tang Yuhui y lo saludó:

—Hola, me llamo Danzhu, soy amigo de A-Zhe.

Hablaba un mandarín perfectamente fluido, pero su tono no era especialmente cordial; era evidente que al principio simplemente no había querido hablar con Tang Yuhui.

Tang Yuhui le sonrió, sin decir nada.

Kang Zhe le pasó el menú a Tang Yuhui.

—¿Qué te apetece comer?

Tang Yuhui le echó un vistazo, viendo que todo eran platos de carne de vacuno y cordero, y como no entendía mucho, dijo:

—Pide tú, yo como de todo.

Kang Zhe no volvió a mirar el menú que le había sido devuelto. En cambio, se dirigió directamente a Danzhu.

—Entonces lo mismo de siempre, tú ya sabes qué hacer.

Danzhu lo miró, como si estuviera a punto de decir algo más, pero Kang Zhe lo interrumpió con una sonrisa:

—Apúrate, tengo hambre.

Cuando Danzhu se hubo marchado, pasaron unos minutos antes de que Tang Yuhui hablara, lentamente:

—¿Es tu amigo?

Kang Zhe le abrió los palillos desechables y raspó con cuidado las astillas.

—Sí, era mi compañero de secundaria, dos años menor que yo.

Tang Yuhui dijo con tono suave:

—Le gustas, ¿verdad?

La mano de Kang Zhe se detuvo por un instante antes de responder con calma:

—Sí, lo sé.

Le sirvió a Tang Yuhui una taza de té de mantequilla.

—Pero la comida de su familia es muy buena. No creo que una cosa tenga que ver con la otra, ¿no?

Tang Yuhui lo observó en silencio por un momento, y luego sonrió.

—A Zhe, eres realmente cruel, ¿sabes?

Kang Zhe dejó la tetera sobre la mesa, lo miró a los ojos y dijo con calma:

—En este mundo, hay cosas que a veces requieren precisamente de una cierta crueldad, ¿no te parece?

Tang Yuhui no respondió. Solo después de un momento levantó la taza de té de mantequilla y bebió un sorbo.

—Sí, es cierto.

Tras un momento de silencio, Kang Zhe dio unos golpecitos con los nudillos en el borde de la taza.

—Si no quieres comer aquí, ¿prefieres que vayamos a otro lugar?

Tang Yuhui sonrió levemente.

—No, quiero comer aquí. No hay problema.

Y la comida, en efecto, estaba deliciosa. En las mesas tibetanas suele predominar la carne, y al comer mucho uno termina por sentirse empalagado. Pero este restaurante, de algún modo, había logrado eliminar por completo el sabor fuerte del cordero y la res; en la sopa, la carne era suave, aromática, delicada.

Sin embargo, incluso así, una vez terminada la comida, Tang Yuhui ya no recordaba exactamente qué platos había pedido Kang Zhe. Cuando este se levantó para pagar, Danzhu insistió en que no, y los acompañó hasta la puerta.

Al final, no se despidió de Tang Yuhui. Solo tomó del brazo a Kang Zhe, como si quisiera, de manera aparentemente casual, decirle un par de cosas más.

Pero Kang Zhe ya no parecía tener ganas de conversar. Se limitó a mirarlo con una sonrisa leve.

Pasado un momento, Danzhu soltó su mano. En el rostro de Kang Zhe no se notaba emoción alguna; finalmente, le sacudió la cabeza con suavidad.

Cuando salieron del restaurante, Kang Zhe le preguntó a Tang Yuhui:

—¿Qué necesitas comprar?

Tang Yuhui lo pensó un momento y respondió:

—Primero, ropa.

Kang Zhe dijo de pronto:

—No compres nada. Ponte la mía. De todos modos, solo son unos días más.

Tang Yuhui se quedó atónito. Sintió un dolor sordo e inesperado en el pecho, como si una herida hubiera sido abierta por un objeto romo. No dolía demasiado, pero algo vivo y tibio comenzaba a gotear lentamente por esa grieta.

Se quedó en silencio unos segundos, luego asintió mirando a Kang Zhe.

—Está bien.

Kang Zhe le revolvió el cabello sin demasiada delicadeza.

—¿Y qué más necesitas?

Tang Yuhui pareció tardar una eternidad en recordar, como si tuviera que hacer un gran esfuerzo.

—Unos dulces y útiles escolares para los niños de la clase.

Kang Zhe dijo:

—Esto no es fácil de encontrar en la calle. Mejor vayamos directamente al supermercado. Seguramente tendrán algunos productos locales, y probablemente más baratos que afuera.

Tang Yuhui asintió.

—Mm, vamos.

Ir al supermercado con Kang Zhe, en teoría, debería ser una experiencia encantadora, pero Tang Yuhui no podía evitar sentirse un poco distraído.

Aunque se resistía a admitirlo, Kang Zhe parecía haber puesto la verdad frente a sus ojos, clara como el agua.

Su forzada alegría y aparente soltura no eran más que una débil excusa; esa fachada de dureza, blanda por dentro, no era más gruesa que una hoja de papel. Y aquello que tanto anhelaba conservar no era otra cosa que recuerdos acumulados en el autoengaño.

La despedida tenía fecha, y ningún adorno subjetivo podía cambiarlo. Eso, Kang Zhe lo sabía aún mejor que él.

Era solo que ese leve y difuso dolor que acompaña a la felicidad, el que golpea de repente y sin previo aviso, le hizo difícil a Tang Yuhui no verse a sí mismo con claridad dentro de dicha alegría.

El optimismo y la actitud despreocupada que se esforzaba por mantener no eran más que una fina capa de excusas, una fachada de falsa fortaleza no más gruesa que una hoja de papel; y aquello que siempre había estado anhelando no era más que acumular recuerdos para engañarse a sí mismo.

Kang Zhe ayudó a Tang Yuhui a elegir los útiles escolares y algunos recuerdos. A su parecer, realmente no había mucho que valiera la pena comprar, y Tang Yuhui tampoco planeaba llevarse demasiadas cosas para regalar, así que en menos de una hora ya habían terminado de recorrer el supermercado.

Lo que dejó a Tang Yu Hui desconcertado fue que Kang Zhe, sin que se diera cuenta, encontró un sombrero marrón en algún rincón del supermercado y lo compró.

Era evidente que ese sombrero estaba destinado a los turistas: bordado con motivos tibetanos, pero con puntadas algo toscas, y con un flequillo desigual colgando del ala.

Sin embargo, cuando Kang Zhe se lo probó, Tang Yuhui se quedó mirando, atónito. Pensó en cómo podía un sombrero tan común llegar a verse tan bien cuando se lo ponía Kang Zhe.

Aunque se trataba de apenas un detalle en su atuendo, el sombrero logró resaltar de golpe esa cualidad étnica que normalmente pasaba desapercibida en él. Sus facciones profundas y esculpidas, como talladas a cincel, se volvían aún más marcadas. Se veía extraordinariamente apuesto, con un aire distintivo que  afloraba.

Al salir del supermercado, aún era temprano. Tang Yuhui se dio cuenta de que ya habían hecho todo lo que tenía que hacer, pero todavía no quería volver. Miró a Kang Zhe con una mezcla de expectativa y nerviosismo, preguntándose si este querría acompañarlo un poco más.

Mientras consideraba cómo persuadirlo para que lo llevara a pasear, de repente sintió que algo le cayó sobre la cabeza…

Kang Zhe le había encasquetado el sombrero.

—¿A dónde más quieres ir? —dijo con aire despreocupado.

Tang Yuhui se quedó aturdido por el gesto, mirando a Kang Zhe con desconcierto.

—¿Qué estás haciendo?

El sombrero tenía unos cordones finos a los lados. Kang Zhe no respondió de inmediato; solo se inclinó a atárselos y luego dijo con calma:

—Es para ti.

Tang Yuhui seguía sin entender nada. Kang Zhe tiró de las dos puntas de los cordones con firmeza.

—Rápido, ¿a dónde vamos? Si no dices, nos volvemos.

Tang Yuhui reaccionó enseguida.

—¡Entonces vamos a la montaña Paoma! ¡Quiero subir al teleférico!

Kang Zhe levantó la comisura de los labios.

—Lo sabía.

El ánimo de Tang Yuhui se elevó de golpe. Sus ojos se curvaron como lunas crecientes y, de pronto, abrazó a Kang Zhe por la cintura. Luego, creyéndose muy imponente, empezó a cantar a voz en cuello:

—¡En la montaña donde galopan los caballos, una nube solitaria flota, ohhh!

Kang Zhe le tocó la frente con un dedo.

—Te llevo, pero no pienso subir. Entra tú solo, yo iré a buscarte más tarde.

Tang Yuhui abrió los ojos de par en par.

—¿Por qué no…?

Kang Zhe respondió:

—Sin porqués. ¿Vas o no vas? Si no, nos regresamos ahora mismo.

Tang Yuhui seguía con muchas ganas de ir, así que no le quedó otra que ceder.

—Bueno, está bien…

A diferencia de otros lugares turísticos, la famosa montaña Paoma estaba justo dentro de la sede del condado de Kangding, no muy lejos de donde se encontraban.

En la taquilla al pie de la montaña estaba una señora de turno. Era raro ver que Kang Zhe no pudiera entrar solo mostrando su cara.

Había llegado el día en que el principito de Kangba tenía que comprar una entrada. A Tang Yuhui no le dejaron sacar dinero, así que no le quedó más remedio que ver cómo Kang Zhe, con el rostro impasible, sacaba el móvil para escanear el código. La señora que vendía los boletos los miró varias veces con curiosidad.

Ambos acordaron que bajaría en una hora. Kang Zhe lo acompañó hasta la cabina del teleférico, y luego, quedándose en el mismo lugar, le hizo un gesto con la mano para despedirse.

El teleférico era ya bastante viejo y avanzaba con lentitud. Habían pasado varios minutos y Tang Yuhui seguía mirando la espalda de Kang Zhe mientras se alejaba.

Habían llegado tarde, casi a la hora de cierre de la zona turística.

Ya cuando habían comprado los boletos no se veían otros turistas, y ahora en el teleférico los pasajeros eran aún más escasos.

No fue hasta que la figura de Kang Zhe desapareció de su vista que Tang Yuhui se dio la vuelta y fijó la mirada en el paisaje frente a él.

El cielo despejado lo había favorecido como siempre; el color del firmamento era tan puro como el pigmento recién salido del tubo, y en medio de ese azul limpio, las nubes comenzaban a teñirse poco a poco de una capa de blanco brillante.

Las nubes de Kangding siempre han sido caprichosas, dispersas, flotando en fragmentos. Pero ahora, se habían agrupado en una sola y enorme masa algodonosa, como una isla blanca solitaria en el cielo.

Esa canción estaba muy bien escrita, pensó Tang Yuhui. En la montaña donde galopan los caballos, una nube solitaria flota…

Sin embargo, a pesar de lo densa y enorme que era, la luz del sol logró atravesar aquella masa espesa de nubes, proyectándose entonces sobre la ventana de vidrio del teleférico y tiñendo poco a poco el cabello de Tang Yuhui de un tono rojizo.

La mitad de su cuerpo quedaba bañada por el resplandor del atardecer, mientras la otra mitad estaba envuelta por los distintos verdes de las montañas. Así, bajo un rayo de luz suave y compasiva, ascendía lentamente.

Ante él se abría una escalinata artificial que conducía hacia las nubes; a su espalda, durante el ascenso, se iba revelando poco a poco la silueta majestuosa de un templo budista colosal.

Su corazón latía con violencia. No sabía si a todos les ocurría lo mismo, si amar a alguien siempre era como un cataclismo, una avalancha que irrumpía sin pedir permiso.  

Nunca había sido un arroyo de aguas mansas. Desde el momento en que nació, Tang Yuhui supo que estaba destinado a desbordarse en mil escenarios de la vida.

La luz dorada del templo budista se hacía más nítida a medida que se alejaba. Ya no fluía con ese brillo deslumbrante y esplendoroso, sino que envolvía con calma toda la cúpula del templo, y luego, poco a poco, toda la ciudad.  

La ciudad de Kangding se fue quedando atrás, poco a poco, en el mundo terrenal. El crepúsculo se proyectaba sobre el techo dorado del templo budista, y la luz, como fragmentos de oro, se deslizaba en finas franjas ante sus ojos a medida que el teleférico ascendía, brillando con ese mismo destello quebrado y dorado de un río al atardecer.  

Tang Yuhui lo contemplaba absorto, sintiendo de pronto que a su alrededor comenzaba a vibrar. Por un instante, su pecho pareció llenarse con el viento de las altiplanicies, un viento sin forma, pero que expandía el corazón hasta casi desbordarse.  

En ese momento, el anhelo por Kang Zhe lo arrasó por completo, aunque apenas llevaban separados veinte minutos.  

Tang Yuhui fue llevado al otro lado de esa escalinata hacia el cielo. No se dio la vuelta, pero sabía que aquella nube seguía allí detrás de él, observándolo con dulzura.

A-Zhe, A-Zhe…

Tang Yuhui murmuraba su nombre en silencio, como en un sueño. Pero ya estaba por llegar a la estación, y aún no había rastro de él.

Claro… A-Zhe no lo esperaría, pensó Tang Yuhui, un poco decepcionado.

Había muchas cosas que A-Zhe no haría, y quedarse quieto esperando a alguien era, sin duda, una de ellas. Habían acordado verse en una hora, pero seguramente A-Zhe ya se había ido con sus amigos.

Un trabajador, algo desconcertado,  se acercó a abrirle la puerta del teleférico. Tang Yuhui bajó con lentitud, le sonrió al empleado que lo miraba perplejo, y pensó en buscar un lugar donde sentarse a esperar.

Era curioso: Kang Zhe, en sí mismo, era una figura intensamente sombría, pero a su alrededor, la forma en que la luz se absorbía parecía aún más irracional. Nada a su alrededor era más brillante que él.

Tang Yuhui alzó la vista, y lo vio de inmediato: estaba sentado en una silla detrás de la sala de control, con la cabeza inclinada, absorto en su celular.

Sostenía dos bolsas de castañas. De una estaba comiendo; la otra, aún cerrada en su envoltorio de plástico, colgaba de su codo.

Al notar movimiento, Kang Zhe levantó la cabeza, desconcertado.

—¿Por qué bajaste tan pronto?

Tang Yuhui no respondió. Caminó lentamente hasta quedar frente a él, se agachó y apoyó la mejilla sobre sus rodillas. En su corazón pronunció su nombre: «A-Zhe». Y luego alzó suavemente la cabeza.

—A-Zhe, te amo.

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