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Cuando Tang Yuhui dijo esas palabras, el corazón de Kang Zhe, en realidad, estaba en calma.
Poco habitual en él, no comprendió de inmediato –ni con precisión– lo que el otro quería decir; pasaron varios segundos antes de que lograra captar el sentido de sus palabras.
Pero, por suerte, hacía tiempo que había adoptado un rostro impenetrable, resistente tanto a puñales como a mieles. No necesitaba comprobarlo para saber que su expresión seguía intacta, serena.
Pensó entonces que, así, no heriría a Tang Yuhui.
Aunque, claro, eso tampoco significaba que no lo estuviera hiriendo.
Tras esos breves segundos que rozaban el desconcierto, miró el rostro de Tang Yuhui y, con lentitud y calma, solo tuvo un pensamiento: ¿por qué?
Tang Yuhui tenía, sin duda, unos ojos muy hermosos. Pese a no haber tenido una infancia especialmente feliz, extrañamente poseía la mirada de un niño que ha sido profundamente amado.
Había muchas cosas hermosas en Tang Yuhui: sus codos, sus rodillas, el puente de su nariz… Quizás más de una persona había perdido la cabeza por ellos. Pero si Kang Zhe tuviera que elegir, lo primero en lo que se había fijado, y también lo primero que había abandonado, eran esos ojos.
A veces, Kang Zhe se veía a sí mismo reflejado en esos dos estanques cristalinos en el rostro de Tang Yuhui, y pensaba que no dejaban de ser otra forma de espejo.
Esta idea le fatigaba. Era como si una mirada omnipresente lo vigilara sin descanso, al punto de que ya ni siquiera quería ser visto.
Desde que hubo indicios, la especie de fiebre nebulosa que era la fascinación de Tang Yuhui no le había provocado a Kang Zhe ninguna emoción fuera de lo común, y la verdad era que Tang Yuhui tampoco tenía por qué expresar su afecto con tanta cautela.
A Kang Zhe no le molestaba la fascinación, aunque tampoco la valoraba; había recibido muchas cosas parecidas, y fue eso lo que lo volvió hábil.
Pero quizá precisamente porque era difícil decir que las apreciaba, incluso sus respuestas ocasionales no parecían tener mucho valor.
En cuestión de segundos, Kang Zhe experimentó primero desconcierto, luego conmoción, después un dolor tenue y un atisbo de cansancio. Finalmente, todo eso se desvaneció, dejando solo la serenidad que le era familiar –esa serenidad simbiótica que llevaba dentro–, ahora teñida de una sorpresa propia de un espectador. Parecía inocente, con un aire infantil, como si no entendiera nada, envuelto en una valentía torpe y temeraria.
Pero él sabía que, en realidad, era muy, muy, muy listo y que ya había vislumbrado el final de la historia.
Si pudiera elegir de nuevo, Kang Zhe sin duda tomaría el teleférico. Se dejaría encerrar en ese espacio claustrofóbico al que tanto se había resistido a convertir en un recuerdo para Tang Yuhui, solo para ver cómo las nubes blancas y el resplandor dorado –que sabía serían hermosos– se reflejaban en esos ojos abiertos de par en par.
O quizá lo besaría. Incluso podría haber sacado a Tang Yuhui de la cabina, sostenerlo en brazos frente a extraños y besar su frente bajo el atardecer.
Al fin y al cabo, cualquier cosa habría sido infinitamente mejor que escuchar lo que vino después.
Así que Tang Yuhui tampoco era mucho mejor que sus padres, pensó Kang Zhe con actitud fría y observadora, igual de poco inteligente como para dejarse arrastrar por el amor.
Kang Zhe sentía que, en ese breve instante de tiempo y espacio, Tang Yuhui había actuado como si hubiese regresado a aquella infancia en la que nadie lo amaba, como si por fin tuviera la oportunidad de elegir de nuevo.
Pero el poco astuto Tang Yuhui había elegido mal: agarró la mano de Kang Zhe –su nuevo juguete– y abandonó aquella casa que quizás era grande y vacía (aunque Kang Zhe nunca la había visto), como si ya no necesitara nada más. Como si nada más le importara.
En la estación del teleférico, al pie de la montaña, el corazón de Kang Zhe latía lento y firme. No se le ocurrió cómo hacer que Tang Yuhui cerrara los ojos, así que optó por ser él quien apartara la mirada.
Con suavidad, alzó la mano y la apoyó en la nuca de Tang Yuhui. Aplicó una leve presión –lo bastante rápida– para apartarse de su mirada, atrayendo su rostro hacia su propio pecho.
Tang Yuhui escuchó un latido constante, pero no rápido. Escuchó palabras serenas, pero sin ritmo.
Kang Zhe lo llamó:
—Tangtang.
Escuchó a Kang Zhe hablar con una cadencia lenta, como deliberada:
—Solo puedo acompañarte un pequeño tramo del camino.
»El resto tendrás que recorrerlo solo. No podré estar contigo.
Tang Yuhui alzó la vista hacia él. Kang Zhe ya no parecía tan distante, pero conservaba su aire orgulloso. Como un hermano mayor, con una ternura profunda pero no íntima, le preguntó:
—¿Lo entiendes?
Tang Yuhui sintió que le nacían ganas de llorar, pero, sin saber por qué, la acción no llegó a materializarse.
Así que se limitó a abrazar a Kang Zhe en silencio durante un rato.
Tras dejar la montaña Paoma, caminaron a la sordina por la calle. Tang Yuhui sentía que cada segundo le borraba los recuerdos del anterior; como si hubiera pensado en mil cosas o en ninguna a la vez.
Kang Zhe, que iba delante, se detuvo de pronto y le preguntó:
—¿Quieres caminar un poco?
Tang Yuhui se quitó el sombrero que él le había puesto. No tenía muchas ganas de usarlo: le preocupaba arruinarlo y, en el fondo, tampoco quería seguir llevándolo.
El tiempo para Tang Yuhui se había ralentizado, como si el crepúsculo y Kang Zhe lo sumieran en un estado de letargo. Pasó un rato antes de que respondiera:
—Vale, ¿adónde vamos?
—Solo a caminar —dijo Kang Zhe—. ¿Tienes hambre?
A diferencia de Kang Zhe, que había estado resguardado en la cabina jugando con su móvil, Tang Yuhui llevaba mucho rato bajo el sol. Le dolían ligeramente los dedos. Negó con la cabeza y, tras unos segundos, añadió:
—No tengo hambre.
Kang Zhe lo miró un momento, le quitó el sombrero que sostenía entre las manos y volvió a encasquetárselo.
A Tang Yuhui le pareció detectar en Kang Zhe una tristeza sutil, casi imperceptible, que no lograba descifrar.
Parecía que Kang Zhe realmente carecía de la capacidad de ser tierno. Incluso esta pizca de melancolía humana no era del tipo húmedo, como lágrimas a punto de brotar. Era más bien como el hierro oxidado, como los aparatos en un hospital por la noche, o como un agujero negro: una pena dura y silenciosa.
Tang Yuhui se preguntó, con la mente ausente, si era por su inoportuna declaración o por haberse quitado el sombrero.
Después de que Kang Zhe le ajustara el sombrero, volvió a hablar.
—Entonces, simplemente demos un paseo. Me parece que rara vez caminamos juntos.
Tang Yuhui se distrajo por un instante, pensando que, en efecto, era así. En la mayoría de sus salidas, iban en moto. Tang Yuhui solía abrazar a Kang Zhe con naturalidad, y cuando no había nadie alrededor, Kang Zhe lo bajaba cargando.
En la carretera ancha y plana, Kang Zhe caminaba delante de él.
Esto le produjo cierto alivio a Tang Yuhui, pues tampoco sabía muy bien cómo caminar hombro con hombro con Kang Zhe en ese momento.
Una sensación lacerante, como pinchazos de aguja, parecía propagarse desde las yemas de los dedos. Hasta sus uñas comenzaron a doler. En medio de aquel silencio, el entumecimiento se acumuló hasta volverse de pronto insoportable. Tang Yuhui llamó entonces a aquella figura que, adelantada, casi se fundía con el resplandor del atardecer.
—A-Zhe.
—¿Podrías esperarme un momento? —dijo Tang Yuhui en voz muy baja, mirando la carretera bañada por la luz anaranjada—. Tengo tantas ganas de tomarte la mano al caer la tarde.
Si no lo hubiera vivido, quizás Tang Yuhui jamás habría creído que el atardecer pudiera abrazar con tanto afecto la vida y la muerte de una persona, aunque se lo hubieran contado.
Kang Zhe se acercó en silencio y lo tomó de la mano.
Su mano era grande, al tacto áspera, y al apretarse contra la suya, irradiaba calor. No era como la que Tang Yuhui había imaginado: fría y lisa, como la de una estatua sagrada.
No dijeron nada. Había pocos transeúntes, pero quienes pasaban los miraban con cierta curiosidad.
Tras un breve momento, Tang Yuhuì sintió que ya podía soltar la mano de Kang Zhe.
Pero Zhe no aflojaba su agarre, como si no percibiera en absoluto las miradas ajenas. Pasó mucho tiempo antes de que hablara:
—Tang Yuhui.
Los dedos de Yuhuì se estremecieron levemente.
Su mano era tan delgada, tan blanca, que Kang Zhe casi la envolvía por completo en su palma.
Con calma y certeza, este dijo:
—Si fuera posible, preferiría que no me recordaras.
De pronto, Yuhuì encontró la escena absurda y a Kang Zhe, irrazonable. Apretó imperceptiblemente su mano libre y dijo, casi con desconcierto:
—¿Cómo sería eso posible?
Incluso esbozó una sonrisa genuina.
—Solo soy una persona común y corriente, A-Zhe.
Kang Zhe hizo una pausa prolongada. Sus dedos largos y anchos se deslizaron entre los de Tang Yuhui, como si estuvieran a punto de entrelazarlos completamente. Sin embargo, al final no ejerció presión, y no llegaron a unirse.
—¿Cuándo te vas?
Tang Yuhui alzó la cabeza. Lo miró con un deje de confusión y algo parecido a la tristeza.
—Aún quedan varios días.
—Lo sé. —Kang Zhe soltó su mano, se dio la vuelta y se colocó a contraluz para mirarlo. Su rostro quedó difuso, su voz era grave, incluso con un filo de severidad apenas contenido—. Lo que quiero decir es: ¿Te vas a ir, verdad?
No era una pregunta. Su tono tenía algo de crueldad inquisitoria, como si en cuestión de minutos se hubiera hartado de fingir dulzura y disimular.
En realidad, Kang Zhe rara vez utilizaba preguntas, y cuando lo hacía, su genuina intención de indagar era limitada. Porque por lo general ya conocía la respuesta antes de abrir la boca.
Pero la expresión de Kang Zhe en ese momento le decía a Tang Yuhui que parecía necesitar, con una brutalidad implacable, una respuesta clara. Tang Yuhui deseaba, con todas sus fuerzas, preguntarle: «A-Zhe, ¿te gusto?». Pero el dolor de que le soltara la mano le provocó un miedo sin precedentes; tal que le impidió formar siquiera esa pregunta. Casi con desesperación, pensó que, en realidad, no es que no le tuviera miedo a nada.
Y entonces solo pudo decir lo que creía que Kang Zhe quería oír, con la esperanza de que, al hacerlo, él lo dejara en paz.