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En las zonas montañosas no existen clases de refuerzo. Apenas había comenzado junio cuando la escuela ya cerraba por vacaciones.
Cuando Tang Yuhui fue a dar su última clase, se quedó de pie un buen rato frente a la destartalada puerta de madera del aula.
En el altiplano, el oxígeno es escaso, pero el sol, generoso; siempre envuelve esta tierra con una intensidad rotunda, apareciendo en escenas como esta, sin pedir permiso.
Un rayo de luz matinal caía en ángulo sobre el cuerpo de Tang Yuhui. Finalmente, respiró hondo y empujó la puerta.
Él siempre hacía las cosas con suavidad, esta vez, sin embargo, pareció empujar la puerta con demasiada prisa.
Al entrar al aula, los estudiantes, que solían mostrarse algo incómodos por lo sucios que estaban, hoy miraban a Tang Yuhui con una valentía inusitada. Muchos levantaron la cabeza y clavaron los ojos en la puerta del aula, pero Tang Yuhui, como de costumbre, sonrió sin decir una palabra. Abrió su desgastado libro de texto y comenzó a explicar la última unidad del programa.
En el apartado de «Perspectiva Matemática», el último tema era el problema del principio del palomar.
Ayer, mientras preparaba la clase, a Tang Yuhui ya le había parecido un poco difícil. Miró a los niños apiñados en el aula, de edades tan dispares, y recordó que el más pequeño se le había acercado en la clase anterior, tímido pero orgulloso, para contarle que por fin se había aprendido las tablas de multiplicar.
Tang Yuhui deseaba mostrarles un mundo más amplio, más vasto. También quería llevarlos hasta allí.
Pero ya no tendría la oportunidad.
En el aula abarrotada y destartalada, el calor del abrazo de Kang Zhe surgió de pronto, intruso, en la superficie de su piel. Pensó que, desde hacía mucho, él ya había comprendido una verdad inmutable de la vida antes que estos niños: que cada persona solo puede acompañarte un tramo del camino.
Pero ahora no quería que ellos entendieran una verdad tan triste.
Tang Yuhui llamó a tres estudiantes de distintas edades y les pidió que pasaran al frente.
Ellos, como siempre, se mostraban un poco cohibidos, pero Tang Yuhui les sonrió uno por uno con gesto alentador.
Con sumo cuidado, sacó cuatro tizas de la caja y, de pie frente al aula, dijo con suavidad:
—Ahora el profesor tiene cuatro tizas que quiere repartir entre tres niños. Sin siquiera empezar a repartir, ya sé que uno de ellos terminará con al menos dos. ¿Saben por qué?
Los estudiantes comenzaron a rebullirse. Al cabo de un rato, un chico dijo en voz muy bajita:
—Creo que ya lo entiendo…
Tang Yuhui sonrió. Acercándose a los tres pequeños, que parecían algo nerviosos, les entregó una tiza a cada uno. Luego tomó la última que quedaba, la alzó frente a sus ojos y, con una sonrisa tan jovial como la de sus alumnos, entrecerró los ojos ligeramente.
Un murmullo de asombro recorrió el aula.
Tang Yuhui volvió a mirar a los tres niños al frente. El mayor de ellos, al cruzarse con su mirada, desvió la vista con timidez. Sonriendo, Tang Yuhui se acercó a él y le entregó la tiza que sostenía.
—El principio del palomar es un concepto fundamental en matemáticas combinatorias, también conocido como el principio de las cajas. Fue propuesto originalmente por un matemático alemán. Si el profesor reparte cuatro tizas entre tres niños, inevitablemente alguien recibirá al menos dos. Del mismo modo, si colocamos tres manzanas en dos cajas, al menos una de ellas tendrá dos manzanas; o si cinco palomas entran en cuatro nidos, seguro habrá un nido con dos palomas, ¿verdad?
Al notar que algunos estudiantes parecían haber entendido, mientras otros aún lucían confundidos, Tang Yuhui sonrió y dejó caer la mano, abandonando la idea de escribir fórmulas complejas en el pizarrón.
El niño que apenas el día anterior había memorizado las tablas de multiplicar frunció tanto el ceño que parecía poder atrapar una mosca entre sus arrugas. A diferencia de los demás alumnos, que solían mostrarse algo reservados, él –quizás por ser el más pequeño– era vivaz en clase y no dudaba en hacerle preguntas a Tang Yuhui.
Esta vez el niño todavía no parecía entenderlo muy bien. Levantó la mano con aire desconcertado y preguntó:
—Profesor, entonces si dijiste que China tiene 34 provincias, y en nuestra escuela somos 35 personas contándote a ti… ¿significa que, si volamos con todas nuestras fuerzas, siempre habrá alguien que podrá verte en otro lugar?
El aula se sumió en un silencio instantáneo. El pequeño, como si intuyera que su pregunta no tenía mucho que ver con el teorema, añadió tímidamente, como quien ha cometido un error:
—¿Está mal lo que dije…?
En ese momento, el timbre del recreo sonó. Tang Yuhui permaneció quieto unos segundos. Le habría gustado explicarle al niño la diferencia entre las hipótesis matemáticas y la realidad del mundo, o decirles que las palomas quizá no tienen tanto poder de decisión.
Era cierto: si las otras treinta y cuatro palomas volaban con todas sus fuerzas, al menos una provincia tendría coordenadas pertenecientes a más de dos personas. Pero ese lugar probablemente no sería Pekín, donde él vivía. Y era aún más probable que, para la mayoría de este grupo de palomas, el futuro les deparara solo unos pocos nidos a los que llegar. Incluso si lo lograran, con el tiempo olvidarían a quien una vez, en una clase de matemáticas, les imaginó un nido hipotético.
Tang Yuhui permaneció en silencio un momento. Desde el principio, había querido evitar cualquier gesto de despedida, temiendo que sus alumnos lloraran, y temiendo aún más romper él mismo a llorar.
Recorrió en su interior, uno a uno, los sentimientos que afloraban, y luego, con calma, los reprimió. Finalmente, esbozó una sonrisa suave.
—Sí, es así. Pero las palomas no necesitan volar tan fuerte. Porque el profesor ha construido nidos en todas las provincias. No importa adónde lleguen, podré ir a verlos.
Al salir del aula, Tang Yuhui vio la motocicleta de Kang Zhe aparcada frente a la deteriorada entrada de la escuela. El propio Kang Zhe estaba apoyado contra el muro de ladrillos amarillentos, fumando un cigarrillo.
Hacía mucho que Tang Yuhui no lo veía fumar, así que, pensando que había estado esperando demasiado, apuró el paso.
Kang Zhe percibió sus pisadas y se apartó de la pared, irguiéndose. Aplastó la colilla contra uno de los ladrillos.
Notando que su mirada se fijaba en algo detrás de él, Tang Yuhui se acercó y preguntó:
—¿Qué pasa?
Kang Zhe estudió su rostro unos segundos y luego esbozó una media sonrisa.
—¿Todavía no has llorado hoy?
Tang Yuhui se sintió profundamente desconcertado y, con un deje de cautela, se defendió:
—No, aún no. ¿Qué pasa? Me he esforzado mucho. No quería llorar delante de los niños.
Con cierta desconfianza, añadió:
—¿Qué pretendes?
Kang Zhe esbozó de nuevo su sonrisa de siempre, pero esta vez era radiante y despreocupada, como la de un muchacho con los ojos curvados por la alegría. Respondió evasivamente:
—Hay cosas que solo llegan tarde, pero nunca faltan.
El rostro de Tang Yuhui seguía plasmando confusión, pero Kang Zhe lo tomó por los hombros y lo hizo girar suavemente.
Ante la escena que se desplegó frente a él, el rabillo del ojo de Tang Yuhui tembló levemente. Incluso antes de que su mente lograra procesar lo que veía, las lágrimas –encerradas por tanto tiempo– atravesaron la dirección de su corazón y rodaron.
En una escuela primaria del pueblo de Xindu, condado de Kangding, prefectura autónoma tibetana de Garzê, en la provincia de Sichuan, treinta y cuatro estudiantes –todos con ropas gastadas, edades desiguales y estaturas dispares– formaban una fila irregular, como las montañas que rodean una cuenca.
Eran igualmente pequeños y ajados por la pobreza y la escasez de agua, que les negaba una torre de marfil digna donde refugiarse. Aunque jóvenes, no poseían esa posibilidad vibrante e infinita que los valores universales suelen atribuir a la juventud. Sin embargo, sus ojos brillaban al mirar al que había sido su profesor más querido y valioso, con una mezcla de timidez, añoranza y apego. Porque él les había regalado los sueños más puros, los más lejanos, esos que siembran esperanza en el corazón.
Pero seguían manteniendo distancia, como si temieran acercarse a la luna llena, como cualquier viajero que, añorando su hogar, contempla desde lejos una luz hermosa e inalcanzable.
Con la voz entrecortada y el rostro bañado en lágrimas, Tang Yuhui les hizo un gesto de despedida. Las «palomas» volaron hacia él en bandada, como aves al atardecer que regresan al nido, y lo rodearon en un abrazo colectivo y estrecho.
El sol los cubrió con suavidad, elevando esta escena por encima de las imágenes monótonas y repetidas de reportajes y documentales, transformándola en algo sagrado y hermoso que las praderas y montañas recordarían para siempre.
Sobre la motocicleta, de regreso a la casa de huéspedes, Tang Yuhui seguía llorando. Sus lágrimas caían en silencio y Kang Zhe solo se dio cuenta por la creciente humedad que empapaba su camisa en la espalda.
Kang Zhe detuvo la moto y, con un deje de resignación, le acarició la cabeza.
—¿Sigues llorando?
Los alrededores de los ojos de Tang Yuhui estaban enrojecidos de manera alarmante, y su nariz se arrugaba como en aquellos primeros días cuando Kang Zhe lo conoció, cuando el sol le había pelado la piel por la fuerte radiación ultravioleta.
Con un ceño fruncido –algo raro en él–, Tang Yuhui respondió con terquedad, la voz ahogada:
—Déjame en paz.
Kang Zhe lo miró sonriendo.
—Si no fui yo quien te hizo llorar, profesor Tang; sé un poco razonable, ¿no?
Tang Yuhui, aún con voz apagada, dijo:
—Cuando regrese, estudiaré mucho, ganaré montones de dinero y lo donaré todo aquí.
—Entonces deberías hablar con mi padre —dijo Kang Zhe riendo—. Estará encantado.
Tang Yuhui guardó silencio. Poco a poco, sus sollozos fueron amainando hasta calmarse.
Por alguna razón, Kang Zhe también permaneció en silencio un momento. Se apartó un paso de Tang Yuhui antes de hablar, despacio:
—Ya tienes veintitrés años, ¿cómo sigues diciendo esas cosas?
—¿Qué tiene que ver mi edad? —replicó Tang Yuhui, confundido—. Precisamente es después de ser independiente cuando uno tiene derecho a decir esas cosas.
Kang Zhe suspiró como si estuviera reflexionando.
—¿Cómo decirlo? En cierto modo, realmente eres extraordinario.
Tang Yuhui parpadeó, sorprendido. Kang Zhe se agachó a su lado y continuó:
—Siempre me ha intrigado una cosa. A pesar de que casi nunca has sido amado, ¿cómo es que has quedado tan protegido?
Tang Yuhui intuyó que Kang Zhe definitivamente no lo estaba elogiando. Quiso replicar, pero no encontró las palabras adecuadas, así que solo decir, con un tono apagado:
—No lo sé.
Luego, con voz vacilante y un deje de desconcierto, añadió:
—Pero creo que, si alguien lo hizo, quizás sea mi hermana quien me ha protegido.
Kang Zhe volvió la cabeza y lo miró con una expresión difícil de describir. Tang Yuhui habló en voz quedita:
—He pensado que, si mi hermana no hubiera muerto, y mis padres aun así me hubieran tenido, tal vez la única persona que me habría amado en esa familia habría sido ella. Porque, por lo que sé, era realmente muy, muy, muy bondadosa.
Kang Zhe lo reconsideró y pensó que probablemente era así. Después de todo, los padres de Tang Yuhui no habían sabido amarlo, y si en ese escenario imposible se hubiera dado algo de afecto, la única fuente habría sido sin duda su hermana: ingenua, bondadosa y llena de amor.
—Los genes de tu familia son realmente un misterio. Los padres, astutos como demonios; y ustedes dos –hermano y hermana– tan ingenuos. —Kang Zhe se dejó caer sobre la hierba y dijo con indiferencia—: Y además bastante desinteresados. Con solo imaginárselo lograron transmitirles semejante bondad tan grandiosa y maravillosa.
Al principio, Tang Yuhui lo miró desconcertado, sin entender por qué Kang Zhe volvía a soltar indirectas. Tras unos segundos, parpadeó lentamente y preguntó:
—A-Zhe, ¿estás enfadado?
Kang Zhe ni siquiera se molestó en darse la vuelta.
—¿Y por qué iba a estarlo?
—Porque perdoné tan fácilmente a mi hermana. —Tang Yuhui sonrió—. Y porque la considero mi ángel de la guarda. Crees que mi bondad es debilidad, incluso estupidez. Que no vale nada.
Kang Zhe lo miró un momento, entrecerró los ojos y respondió lentamente:
—Profesor Tang, debes recordar que yo creo en el budismo. Jamás consideraría que la bondad carece de valor.
Tang Yuhui, como si hubiera atrapado algo en esas palabras, esbozó una sonrisa radiante.
—Es justo lo que piensas, y hasta quizás en el fondo te burlas de mi ingenuidad. A-Zhe, así eres tú: escapas del problema.
Kang Zhe lo observó sin expresión durante unos segundos, y de pronto sintió que ni siquiera valía la pena refutarlo. No entendía por qué estaba sosteniendo una conversación tan sin sentido con Tang Yuhui.
Asintió con la cabeza.
—Sí, tienes razón.
Tang Yuhui se quedó sin palabras. Bajó la mirada y, tras un silencio, dijo:
—A-Zhe, te hastía la inocencia, detestas el sacrificio irreflexivo, porque te parece una carga. Pero dime, ¿por qué? Tú y yo somos distintos: a ti te han amado tantas personas, creciste así, ¿por qué entonces no te amas a ti mismo?
—No hay ningún porqué —respondió Kang Zhe después de un momento de silencio—. Simplemente soy así.
»No todos son como tú. La bondad es tu don, pero para mí solo es una elección.
Tang Yuhui habló con voz suave:
—Pero, A-Zhe, ¿sabes una cosa? Yo tampoco he sido siempre tan ingenuo. Hubo un tiempo en que incluso odié a mi hermana. Y aunque ahora siento que he vivido bajo su protección, esta idea solo me llegó hace poco.
Lentamente, alzó la mirada hacia Kang Zhe y continuó, con palabras pausadas:
—Porque creo que en la vida, las cosas buenas que pueden ocurrirnos son limitadas. Y cuando encuentras algo hermoso, tienes que aprender a perdonar aquellas otras cosas que te atormentaban; solo así eres digno de esa belleza.
—El bien como contrapeso del mal —dijo Kang Zhe con una sonrisa leve, evasivo—. Ahora entiendo por qué a mis padres les caes tan bien. En el fondo, eres más apto para ser creyente que muchos tibetanos.
Tras un nuevo silencio, Tang Yuhui dejó atrás su propia decepción y suspiró, resignado. Las cosas habían llegado hasta aquí, y ahora le remordía un poco la conciencia. Incluso sentía cierto temor; ya no quería presionar más a Kang Zhe para que respondiera.
—Está bien, entonces supongamos que…
Kang Zhe lo interrumpió de pronto:
—Si tanto quieres saber, mañana te llevaré a un lugar.
Tang Yuhui se quedó perplejo.
—¿A dónde?
Miraba hacia abajo, a Kang Zhe, cuyo rostro –mitad sumergido en la sombra de las nubes que rozaban la ladera– parecía completamente sereno, desprovisto de cualquier emoción.
Con voz plana, Kang Zhe respondió:
—Cuando vayamos, lo entenderás
»Vamos, te mostraré el destino que le aguarda a las personas bondadosas.
Notas de la autora: