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A media ladera, frente al Gongga, Kang Zhe observaba con expresión impasible a Tang Yuhui, quien lo abrazaba con cuidado mientras alzaba una mirada preocupada. Le entraron ganas de apartar la cara de golpe, o tal vez de decirle: «Deja de mirarme así».
Sabía que sus manos temblaban, pero en realidad no sentía nada especialmente intenso.
Siempre temblaban. Kang Zhe recordó esto y hasta le pareció un poco gracioso.
Pero esta vez no se quedó mirando con sarcasmo aquel espejo, como si al ser abrazado ya no tuviera que fingir que no estaba cansado frente a él.
Kang Zhe volvió a sentir ganas de fumar, de suspirar de verdad, o de dormir un sueño largo del que no importara si despertaba o no.
Observó con frialdad el interior de su propio ser, plano como un lago sin ondulaciones, y sintió que no había nada más que un puñado de cenizas agotadas, como las que quedan tras consumirse la leña en el fuego.
«Ah, basta de mirarme —pensó, exhausto—. Deja de mirarme. Te romperé».
La persona frente a Tang Yuhui permanecía en silencio, envuelta en su abrazo. Instintivamente sintió un atisbo de inquietud. No había sabido qué hacer, así que optó por abrazar a Kang Zhe con la misma torpeza con que a él le gustaba ser consolado.
Aquel temblor callado y sereno de Kang Zhe momentos antes le había dejado el corazón vacío, dolorido. Ahora, incluso abrazándolo, no lograba una sensación real; era como si estuviera rodeando un cumulonimbus a punto de deshacerse en un aguacero y desaparecer en el cielo.
Pero aquella empatía tan intensa que ni siquiera le permitía llorar pareció ser solo un espejismo pasajero suyo. Kang Zhe dejó de temblar enseguida y, con serenidad, apartó sus manos.
Tang Yuhui se quedó un momento quieto, como aturdido. Kang Zhe encendió un cigarrillo, se fumó la mitad y luego exhaló hacia el cielo una bocanada de humo, lenta y alargada, antes de detenerse. Entonces, le dirigió a Tang Yuhui una sonrisa que le resultaba familiar.
Tang Yuhui lo vio curvar apenas la comisura de los labios, casi con relajación, antes de apagar el cigarro a medio consumir. Se acercó y tomó su mano.
Oyó que Kang Zhe decir algo como en un suspiro:
—Basta.
Sin agregar más, Kang Zhe lo llevó hasta aquella roca.
Contra todo lo que esperaba, era simplemente una piedra enorme y ordinaria, sin nada particular. Lo único que llamaba la atención eran las marcas que delataban que alguien la había movido posteriormente.
Aquello que desde la distancia parecía una cinta ondeando, al acercarse, resultó ser una bandera de plegaria roja, atada a la rama de un alto abeto. Sobre ella habían escritas letras en tibetano.
Tang Yuhui no entendía lo que decían, pero le pareció que se asemejaban a un nombre.
Tras un momento de silencio, Kang Zhe rompió el hielo.
—La última vez que fuiste a mi casa, mi apá te mencionó a un amigo mío, ¿verdad?
El corazón de Tang Yuhui dio un vuelco inexplicable, como si una sospecha hubiera sido confirmada. Respondió con cautela, en un susurro:
—Sí.
—Lo sabía. —Kang Zhe esbozó una sonrisa tenue—. Cuando mi apá pone esa expresión, es porque está pensando en él.
—A-Zhe… —Tang Yuhui no supo qué decir. Como buscando complacerlo, le tomó la mano con docilidad, apoyando suavemente la carne blanda de su palma contra la de él.
—Se parecen un poco, aunque no demasiado. ¿Recuerdas su nombre? Se llamaba Sangji, pero lo que está enterrado aquí no es él. —Kang Zhe le apretó la mano en respuesta y, de pronto, se volvió hacia él con una pregunta—: Sabes que, entre los tibetanos, solo los pecadores son enterrados bajo tierra, ¿no?
Tang Yuhui se quedó atónito un instante antes de responder en voz muy baja:
—Lo sé…
Kang Zhe le apretó las yemas de los dedos sin demasiada delicadeza.
—No hace falta que midas tanto tus palabras. Además, yo no lo enterré, y su alma no está aquí. No puede oírte, ni le importaría.
Tang Yuhui no sabía qué decir. Estaba buscando las palabras adecuadas, algo que sonara menos torpe y más consolador, cuando Kang Zhe, con voz plana y pausada, añadió a su lado:
—La que está aquí es la mía.
Tang Yuhui alzó la cabeza de golpe, con los labios entreabiertos inconscientemente. Sus manos entrelazadas se estremecieron con fuerza.
Sin mirarlo, Kang Zhe continuó hablando consigo mismo:
—Aquí sólo hay algunas cosas que usó en vida. Ropa, libros, cosas así. Supongo que no tendría mucho más. —Esbozó una sonrisa muy tenue—. No había nada, así que traje esta piedra. Al menos desde aquí se ven las montañas nevadas.
»No encontramos su cuerpo. Seguramente la corriente lo arrastró hace tiempo montaña abajo.
Kang Zhe hablaba con serena indiferencia.
—La verdad, me parece bien. Es mucho mejor que estar enterrado bajo tierra.
Como si le estuviera dando una clase a Tang Yuhui, continuó sin emoción:
—Según las creencias tibetanas, el entierro en tierra es el más ofensivo de los ritos funerarios, un castigo para el difunto. Su alma quedaría atrapada en la tierra, incapaz de ascender al cielo. Antiguamente, solo se enterraba así a bandidos, asesinos o aquellos que propagaban enfermedades.
»Aunque no creas en el budismo —prosiguió Kang Zhe—, deberías saber que, para nosotros, cómo morir es mucho más importante que cómo vivir.
Tang Yuhui guardó silencio un largo rato antes de preguntar con suavidad:
—¿Por qué…?
Kang Zhe volvió la cabeza y clavó la mirada en la bandera roja que ondeaba a lo lejos. Pasó mucho tiempo antes de que hablara.
—La verdad, tampoco lo entiendo. Su padre fue demasiado cruel. ¿Cómo pudo hacerle eso a alguien tan bondadoso? ¿Por qué? No lo sé. Siento que de verdad no era para tanto.
Por instinto natural o por una intuición agudísima, Tang Yuhui sintió en ese momento un miedo intenso. Sabía que debía marcharse de inmediato, dejar de hacer preguntas, no escuchar lo que vendría después. Con desesperación, tiró de la manga de Kang Zhe como un soldado desertor, asustado por una simple piedra o un árbol.
—A-Zhe… —murmuró.
Demasiado tarde. Ya se cernía sobre Kang Zhe ese humo persistente, silencioso, como una jaula. Con calma, apartó aquel espejo, soltando la mano de Tang Yuhui.
—¿Qué más daba que fuera homosexual y que le gustara su amigo? De verdad, no era para tanto.
Tres años atrás, en Shenzhen, número 28 de la calle Zhiyuan, frente a la Estación Norte.
Kang Zhe, apoyado contra un pilar, jugueteaba aburrido con la cajetilla de cigarrillos en su bolsillo. Después de pensarlo un momento, decidió que no valía la pena pagar una multa por algo tan trivial. Sobre todo porque ser pillado en público y tener que soltar dinero era un fastidio, aparte de ridículo.
Exhaló un largo suspiro, exhausto.
Anoche había llegado al taller un Suzuki destrozado, casi para el desguace. No se sabía por qué carreteras habría venido para terminar en ese estado. Los tipos que lo trajeron –unos señoritos que, por lo visto, no andaban escasos de dinero– casi le dieron a Kang Zhe las ganas de cerrarles la puerta y mandarlos al diablo. Pero resultaba que el dueño del coche conocía al jefe del taller, que apareció personalmente y, con una sonrisa, le pidió a Kang Zhe que se tomara su tiempo para arreglarlo.
El jefe era un amigo que Kang Zhe había conocido en Qinghai. No pasaba mucho por el taller, pero se llevaba bien con él.
Kang Zhe sopesó la situación y, aunque le pareció un engorro, pensó que al menos le ayudaría a pasar el tiempo que le quedaba en Shenzhen.
Esa mañana estaba arreglando el tubo de escape, cubierto de grasa y sudor, fastidiado y acalorado, cuando de pronto recibió una llamada de su padre. Sin preámbulos, le pidió que fuera a la estación de tren a recoger a alguien.
Kang Zhe, casi desconcertado, le preguntó:
—¿A quién?
—¿Eh? ¿Es que tu tío Deji no te ha llamado? —dijo el padre de Kang Zhe—. Xiao Sang viene a Shenzhen a buscar trabajo. Llega esta tarde, pasadas las dos. Le he dicho que se quede contigo un tiempo.
Los nervios de Kang Zhe se crisparon con cierto desagrado. Bajó las pestañas y respondió con tono plano:
—Ah, Sangji.
Se cambió el teléfono a la otra mano y lo alejó un poco del oído.
—No tengo nada bueno que ofrecerle. Estoy aquí trabajando, nada más.
Al otro lado de la línea, su padre soltó una risita.
—Si no quieres, dilo claramente. ¿Cuándo te he obligado a algo? Pero te lo advierto: Sangji no conoce a nadie ahí, ni siquiera domina el mandarín. Además, creció a tu lado y te ha llamado «ge» todos estos años. Su madre lleva muerta mucho tiempo, y su padre por fin ha accedido a que salga a ver mundo. Ahora mira tú si te atreves a dejarlo tirado.
Tras colgar, Kang Zhe revisó el historial de llamadas. Efectivamente, un número sin guardar había intentado comunicarse con él varias veces el día anterior.
Su teléfono sonaba a menudo, aunque jamás lo había compartido. Siempre había gente que daba con él de algún modo. Tras perder el tiempo contestando un par de veces, Kang Zhe había dejado de atender a números desconocidos.
Alguien como el tío Deji, tras varios intentos fallidos, en cuanto Sangji bajara del tren y lograra contactarlo, probablemente le haría comprar un billete de regreso, solo para evitar causar molestias.
Kang Zhe contempló sus manos manchadas de grasa de motor y soltó un suspiro sincero.
El verano estaba a punto de llegar, y Shenzhen ya parecía un horno encendido. El calor era insoportable. Tras permanecer inmóvil unos minutos dentro de la estación, Kang Zhe ya tenía la espalda empapada en sudor.
Acababa de llamar al casero para renovar el contrato del alquiler, conteniendo la irritación mientras negociaba y daba explicaciones. Al colgar, se sentía aún más agotado, física y mentalmente. Ahora, asfixiado por ese calor de sauna, hasta respirar le parecía un esfuerzo.
Su padre le había advertido que Sangji no tenía celular, así que debía estar atento para encontrarlo.
Kang Zhe casi no supo qué decir. Llevaba años fuera. ¿En serio no les preocupaba que perdiera al chico?
Al otro lado de la línea, su padre soltó una risita tranquilizadora.
—Sangji es un muchacho responsable, no te va a dar problemas.
Mantenía la mirada fija en la salida de andenes, sin distraerse con el teléfono, pues de lo contrario sería bastante complicado localizarlo después.
Aquel día en Shenzhen, las nubes pesaban en el cielo, como si amenazaran con llover.
Kang Zhe había estado en muchos lugares, pero siempre prefirió los climas secos. Detestaba esa humedad pegajosa que se adhería a la piel. Con el rostro impasible, observó el cielo encapotado, consciente de que su irritación se acumulaba con demasiada intensidad. Por más que fuera así, no debía tratar de esa manera a un amigo que había venido desde tan lejos. Así que comenzó a sumirse en su habitual mecanismo de evasión y vacío.
Más tarde, Kang Zhe recordaría que, efectivamente, aquel día llovió en Shenzhen. Que, tras esperar un rato, salió a fumar un cigarrillo. Que Sangji había comprado uno de esos teléfonos baratos en la estación. Y, sobre todo, recordaría –con un arrepentimiento que lo perseguiría sin cesar, que lo ataría en los días venideros– el primer pensamiento que cruzó por su mente al reencontrarse con su amigo de la infancia después de tanto tiempo.
Tres años atrás, bajo una lluvia torrencial y densa, Kang Zhe despertó recuerdos que había ignorado a propósito. Vio unos ojos tímidos pero llenos de fervor, tan familiares, y a la persona que los poseía corriendo hacia él. Entonces, con frialdad y sin rodeos, pensó: «Qué fastidio».
Nota de la autora:
Ligero spoiler a continuación:
¡Nada de personajes carne de cañón! ¡Nada de personajes carne de cañón! ¡Nada de personajes carne de cañón! Antes que nada, me aseguro de aclarar algunos puntos que podrían llegar a ser problemáticos para algunos.
El personaje de Sangji no fue metido a la fuerza; desde el principio estuvo pensado que habría alguien así. No tiene muchas escenas, su final no es bueno, pero tampoco es demasiado relevante: pronto desaparecerá.
Tuvo una gran influencia en Kang Zhe, pero no en lo sentimental. Incluso esa primera clase de influencia no proviene de su valor como individuo. A-Zhe es así: no hay muchas cosas que realmente puedan afectarlo.