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—Te he preparado mi habitación, por ahora quédate aquí. —Una vez dentro, Kang Zhe dejó el equipaje de Sangji junto a su cama.
Dicho equipaje no era más que un bolso de tela apenas mejor que un costal de yute, raído y cubierto del polvo y la suciedad acumulados durante el largo viaje.
Todo había sucedido demasiado rápido. Al ver las sábanas y la funda nórdica que aún no había tenido tiempo de cambiar, Kang Zhe frunció el ceño, irritado.
Volvió la mirada hacia Sangji, pero este no había entrado aún; seguía en la puerta, inmóvil, sin saber qué hacer.
Primero había tomado un autobús desde el pueblo hasta la sede del condado, luego otro hasta Chengdú. No había conseguido boleto de litera, pero al menos sí uno de asiento. No llevaba mucho equipaje, aunque era todo lo que poseía. No se atrevió a dormir, solo que aguantó en vela toda la noche, y para cuando llegó a Shenzhen por la tarde, ya llevaba casi tres días enteros de viaje sin descansar.
El olor a tren aún no se le había quitado del cuerpo, y por primera vez Sangji fue consciente de lo desagradable que debía de ser ese olor. Temeroso de que Kang Zhe lo notara, se quedó donde estaba, incómodo y cohibido.
Antes de partir, Sangji ya sabía que le asustaría llegar a esta gran ciudad. No era por vergüenza de ser un joven de una minoría étnica, venido del campo y que apenas hablaba chino, pero esa brusca sensación de no encajar le hizo sentir una vergüenza tardía.
Sabía que inevitablemente era distinto a todo lo que le rodeaba, pero la habitación de Kang Zhe –limpia, ordenada y a sus ojos, incluso decente– materializó de golpe esa incongruencia.
Sangji se quedó en el umbral de la habitación, mirando su «equipaje» mugriento apilado junto a la impecable cama de Kang Zhe, y por un instante le dieron ganas de llorar.
Allí plantado, con los dedos arañando inconscientemente el marco de la puerta, vaciló antes de decir:
—A-Zhe… ¿Te estoy causando molestias…?
Kang Zhe se detuvo, giró la cabeza para mirarlo y arqueó ligeramente las cejas con sorpresa.
—¿Ahora hablas chino? ¿Quién te enseñó?
Sangji bajó la cabeza, avergonzado. El chino que antes lograba articular con cierta fluidez de pronto se volvió titubeante.
—En estos años… desde que te fuiste… fui a la escuela. No… no es una buena escuela, solo… solo la preparatoria del condado. No terminé… mi padre… mi padre no me dejó seguir.
—¿Ah, sí? Aprender chino está bien. Deberías practicar hablando, no tengas miedo. —Kang Zhe guardó silencio un momento, pero luego sonrió con la cordialidad despreocupada de un hermano mayor—. ¿Miedo de qué? No me voy a reír de ti.
Sangji se mordió los labios. Kang Zhe fue al armario, sacó sábanas y una funda nórdica nuevas, las dejó sobre la cama y se frotó la frente antes de responder a la pregunta anterior.
—No me molesta, no pienses eso. Es solo que hoy estoy un poco cansado.
Tras recibir el asentimiento de Kang Zhe, Sangji se atrevió a entrar en aquella habitación que le parecía demasiado luminosa y limpia. Kang Zhe señaló las sábanas y la funda nórdica y le dijo:
—Cámbialas tú mismo, es mucha molestia y no voy a ayudarte.
Sangji asintió obedientemente. Kang Zhe guardó silencio un momento, pero luego habló con franqueza:
—Aunque no me quedaré en Shenzhen mucho tiempo. Originalmente debía irme el mes que viene, pero como viniste, me quedaré hasta el invierno. De todos modos, deberías planear a largo plazo. Si quieres establecerte aquí, es mejor decidir pronto. Cuanto antes encuentres un lugar, mejor.
Sangji pareció no entender. Tras un momento, preguntó aturdido:
—¿A dónde… te irás?
Kang Zhe calló unos segundos, evitando responder directamente.
—Ya veremos, todavía no lo he pensado bien.
Sangji, con cierta urgencia, insistió:
—¿Y ya has decidido irte sin siquiera pensarlo?
Kang Zhe asintió con un «mm» y le echó una mirada. Sangji, de forma instintiva, dio un pequeño paso atrás; sin embargo, Kang Zhe no dijo nada más y apartó la vista.
—Descansa temprano. Yo pasaré la noche en el sofá. Mañana compraré una cama plegable. La habitación de al lado no está ordenada; el inquilino anterior la desocupó hace poco y aún quedan algunas cosas. Mañana llamaré al dueño para ver qué hacer.
Sangji se apresuró a decir:
—Eso no puede ser. Tú duermes en la cama, yo en el sofá.
Kang Zhe le dio una palmada en el hombro.
—No te preocupes, tú quédate aquí. Mañana hablamos de lo demás.
A la mañana siguiente, cuando el despertador arrancó a Kang Zhe del sueño, su mal humor matutino rozó niveles apocalípticos.
Pasar el verano en esta ciudad sofocante y húmeda, quedarse varios meses más, y encima cargar con un problema tan fastidioso como peliagudo… esa irritación no era cosa que se disipara con una noche de descanso.
Frotándose los párpados con gesto cansado, Kang Zhe contuvo el mal genio, se sentó en el sofá y permitió que la mente se le despejara durante unos minutos. Solo cuando estuvo seguro de no descargar ira injustificada, se acercó a la puerta del dormitorio y llamó con los nudillos.
Al instante, al otro lado de la puerta estalló un revuelo de movimientos precipitados, acompañado del inconfundible roce de tela siendo retorcida. Kang Zhe permaneció inmóvil en el umbral hasta que, tras unos segundos, llamó con voz grave:
—Sangji.
Los ruidos cesaron de golpe, como si hubieran renunciado a esconderse. Unas pantuflas arrastrándose con urgencia sobre el piso precedieron la apertura de la puerta. Sangji apareció con expresión desconcertada:
—A-Zhe… ¿Qué ocurre? ¿Por qué madrugaste tanto?
Kang Zhe echó un vistazo al interior de la habitación a través de la puerta entreabierta y comentó con tono indiferente:
—¿Estabas cambiando las sábanas?
La mano de Sangji en el pomo se apretó de golpe. Forcejeó una sonrisa.
—Sí.
Kang Zhe alzó la mirada, su rostro impasible.
—¿Por qué no lo hiciste ayer?
Sangji bajó la cabeza.
—Ayer estaba muy cansado, me dormí temprano. Pensé que podría cambiarlas por ti esta mañana, sería lo mismo.
Kang Zhe no respondió. Se limitó a observarlo fijamente durante unos segundos, hasta que Sangji, incómodo, empezó a bajar los párpados. Solo entonces Kang Zhe dijo con tono neutro:
—No importa. Déjalo por ahora. Ven a desayunar.
Después del desayuno, Kang Zhe se disponía a ir a trabajar a la tienda y le preguntó a Sangji qué planes tenía para el día.
El incidente de la mañana parecía haber dejado a Sangji aún aturdido. No había dicho ni una palabra durante el desayuno. Tras un momento de retraso, reaccionó:
—Iré… a buscar trabajo.
Kang Zhe, que se calzaba a la entrada, hizo una pausa al oírlo. Reflexionó brevemente, pero al final no añadió nada. Dejó una llave sobre el zapatero.
—Pues mucho ánimo. Aquí tienes la llave de la casa. Si no encuentras nada, vuelve y ya hablamos.
Dudó un instante, pero al final sacó dos mil yuanes en efectivo de su bolso y los dejó junto a la llave.
Sangji por fin volvió en sí. El rostro se le puso rojo como un tomate y agitó las manos con vehemencia. Incluso se le escapó una frase en tibetano, con tal de decir que no.
Aunque ya lo había anticipado, Kang Zhe golpeó ligeramente la mesa y ajustó deliberadamente su tono hacia uno de franco hastío:
—Deja de hacer escándalo. Voy a llegar tarde al trabajo. No tiene otro significado. Si lo necesitas, úsalo; si realmente no, déjalo ahí.
Ante ese tono, Sangji no osó decir otra palabra. Se limitó a quedarse sentado, asintiendo con torpeza.
Al salir y bajar las escaleras, Kang Zhe se preguntó si había sido demasiado severo. Suspiró, pensando si su padre tendría idea de lo complicado que resultaba lidiar con el «buen Xiao Sang» al que tanto mencionaba.
Al llegar al primer piso, Kang Zhe volvió a sudar por el esfuerzo de subir esos pocos escalones, algo que el verano de Shenzhen se encargaba de provocar sin piedad. En su mente apareció el rostro del tío Deji, y sintió que últimamente sus suspiros se habían vuelto cada vez más frecuentes.
Cuando Kang Zhe regresó por la tarde, Sangji ya estaba allí, como había previsto.
Estaba sentado en el sofá, sin encender la televisión, sin hacer nada, simplemente inmóvil, como perdido en sus pensamientos.
Parecía una masa de aire incómoda, ajena a esa casa, sin atractivo alguno. Aun estando dentro, daba la impresión de tener menos presencia que todos los objetos inanimados que lo rodeaban. No se atrevía a moverse, ni a hacer nada.
El propio Kang Zhe se sintió cansado al mirarlo, preguntándose hasta qué punto todo esto valía la pena.
En cuanto Sangji lo vio entrar, fue como si reviviera de golpe, como si al fin escapara de aquella masa de aire. Los ojos se le iluminaron de pronto.
—¡A-Zhe, has vuelto! —exclamó.
»¿Qué quieres comer? —Sangji esbozó una sonrisa alegre—. Fui a comprar algunas cosas y puedo cocinarte.
Kang Zhe dejó las llaves sobre el zapatero. Él mismo era consciente de que últimamente había hecho demasiadas cosas reprobables –¿esto le acortaría la vida?–, pero aun así, con tono impasible, soltó sin rodeos:
—¿Encontraste trabajo?
Aquella pequeña luz de vitalidad que había aparecido en Sangji se apagó de inmediato. Se detuvo en seco, los pies clavados en el suelo, y respondió con un deje de vergüenza:
—No… todavía no… Mañana seguiré intentándolo.
«Así no encontrarás ni en pleno invierno», pensó Kang Zhe con la frialdad de un espectador.
Llenó dos vasos de agua, se sentó en el sofá y le indicó a Sangji que hiciera lo mismo frente a él.
Sangji parecía nervioso, los dedos de ambas manos se le enroscaban inconscientemente. Kang Zhe bebió un sorbo de agua, reflexionó un momento y dijo:
—En Shenzhen no es fácil encontrar trabajo.
Al otro lado, Sangji alzó bruscamente la cabeza, como si por fin hubiera encontrado una razón plausible para su penosa situación.
—Sí… mi apá también me lo advirtió… en las grandes ciudades cuesta más…
Kang Zhe no añadió nada. Sabía que a esa edad el orgullo es frágil, sobre todo cuando se arrastra una carga de frustración. Cuanto más difícil es la situación, más terco se vuelve uno. Sin duda, lo que más temía Sangji era su menosprecio. Aunque Kang Zhe planeaba mantener cierta distancia, no había necesidad de ser tan duro en este asunto. Asintió y dijo:
—Sí, es difícil encontrar trabajo. Por eso pensé en una solución. Un amigo mío tiene una tienda de discos y necesita a alguien que la atienda. Está buscando empleados, así que vine a preguntarte. ¿Te interesaría?
Sangji guardó silencio durante un largo rato, como si estuviera reuniendo valor, antes de responder en un susurro casi inaudible:
—¿Qué… qué es un disco?
Kang Zhe se quedó un instante paralizado, y luego algo indescriptible se agitó dentro de él. Suavizando un poco el tono, explicó:
—Lo entenderás después de unos días. El trabajo es sencillo: esa tienda casi no tiene clientes. Solo tendrías que abrir y cerrar, poner algunos discos de vez en cuando y, muy de vez en cuando, cobrar. Podrías escuchar música todo el día. Nada complicado. ¿Quieres probar?
Sangji no respondió. Sus dedos volvieron a retorcerse inconscientemente.
El silencio se prolongó tanto que Kang Zhe empezó a sentir de nuevo ese fastidio incontrolable. Finalmente, Sangji murmuró:
—Iré.
Aquella noche, Sangji al final no pudo cocinar para Kang Zhe. En su lugar, Kang Zhe lo llevó a comer olla caliente, diciendo que era para celebrar que había encontrado trabajo.
Entre el vapor picante y el aroma del caldo hirviendo, un destello de esperanza secreta surgió en el pecho de Sangji. Por primera vez, miró de frente la vida que había elegido y pensó que, tal vez, todo podría mejorar.
Pero no tardó en darse cuenta de que, en realidad, las oportunidades de ver a Kang Zhe eran escasas.
La tienda de discos estaba en un mercado nocturno, así que Sangji solía abrir por la tarde y no podía regresar hasta pasadas las diez de la noche. Kang Zhe, en cambio, salía temprano por las mañanas y casi siempre volvía a casa por la tarde. Sus horarios apenas coincidían.
Al principio, Sangji se esforzó con entusiasmo por prepararle el desayuno varios días seguidos. Pero Kang Zhe siempre respondía que no tenía hambre, o que por las mañanas no solía comer.
Sin embargo, eso no significaba que Kang Zhe nunca cocinara. A veces, cuando Sangji regresaba de noche, encontraba algún tentempié que él había dejado preparado.
«Simplemente no quiere que yo le cocine. Ni quiere cruzarse conmigo».
Pasó más de un mes antes de que Sangji, lentamente, comprendiera la intención silenciosa tras aquellos gestos.
No podía permitirse profundizar en el porqué. El solo hecho de haber tomado conciencia de ello le dejó la garganta seca de miedo.
Se sintió como alguien que avanza a tientas en la oscuridad: al topar con un muro de piedra, evita preguntarse qué es, lo rodea y sigue adelante, engañandose a sí mismo para continuar sin mirar atrás.
Porque, de lo contrario, no sabría cómo enfrentar al que fue en el pasado, aquel que luchó con todas sus fuerzas por llegar hasta aquí.
Con una lucidez difusa y dolorosa, Sangji pensó: «No me estoy aferrando por completo a una mentira. Solo vine a ver a A-Zhe. Y A-Zhe ha sido muy bueno conmigo».
Al principio, su inseguridad había sido una enfermedad incrustada en el pecho. Era consciente del abismo que lo separaba de esa ciudad reluciente y sofisticada. Cada mañana, antes de salir, se quedaba parado frente al espejo, examinándose minuciosamente, temiendo que cualquier célula de su cuerpo delatara su verdadera naturaleza: la de un paisano tosco, cargado de problemas, un paquete indeseable que Kang Zhe no podía sacudirse.
Kang Zhe casi nunca se miraba al espejo. En la casa solo había uno muy pequeño, en el baño.
Una vez, durante un descanso, Kang Zhe se encontró con Sangji forcejeando frente a aquel pequeño espejo del baño, mirándose de arriba abajo durante un largo rato. En ese momento, Kang Zhe no dijo nada, pero más tarde instaló un espejo grande de cuerpo entero en la sala.
Aún en ese momento de su presente, Sangji recordaba cómo Kang Zhe, sonriendo, le había dicho que los hombres no deberían mirarse tanto al espejo y que debía tener más confianza en sí mismo.
La bondad de Kang Zhe era silenciosa.
En la casa donde vivían, la habitación de Sangji no tenía aire acondicionado, solo un ventilador. En el sofocante verano de Shenzhen, eso era casi un asesinato. Sangji llevaba más de un mes viviendo allí, con casi nada de dinero, prácticamente en la ruina. En las altas mesetas, el frío era helado, pero nunca había experimentado un calor tan opresivo, húmedo y pegajoso. Una noche, Kang Zhe lo encontró desvelado en el balcón, tratando de refrescarse. En ese momento, Kang Zhe no dijo nada, pero al día siguiente, cuando Sangji regresó del turno de noche, encontró un aire acondicionado instalado en su habitación.
Era una casa alquilada, y el aire acondicionado no podía llevárselo al irse. Gastar dinero así no era más que un regalo para el casero.
Aquel día, Sangji se quedó mirando fijamente el aparato nuevo, paralizado en la puerta de su habitación, sin saber qué hacer.
Kang Zhe ya se había acostado, como si evitara a propósito cualquier agradecimiento por su parte. Después de tanto tiempo viviendo allí, Sangji había aprendido a interpretar sus silenciosas negativas, sabía que Kang Zhe no tenía ninguna segunda intención. Pero aun así, no podía evitar sentir cómo su corazón agridulce se arrugaba en una bola.
Eso era un aire acondicionado, un electrodoméstico tan lujoso que ni siquiera su padre había visto o usado jamás.
Sangji sintió un remordimiento que le calaba hasta los huesos, como si hubiera descubierto la mezquindad de su propia alma. Pero al mismo tiempo, no podía reprimir una alegría ruin y secreta.
Cada noche, tendido bajo la corriente fresca y limpia que salía del aparato, le entraban ganas de llorar.
«A-Zhe es realmente una persona muy, muy buena».
Sangji pensó, con cierta vergüenza, que el problema era él: no debería gustarle, no debería haber venido a molestarlo.
Poco a poco había entendido que todo lo que Kang Zhe hacía por él –conseguirle trabajo, dejarle comida para la noche, instalarle el espejo, comprarle el aire acondicionado– solo surgía de un sentido de responsabilidad.
Incluso llamaba cada semana a su propio padre. Al principio, Sangji no lograba entender por qué, pero con el tiempo empezó a atar cabos.
Kang Zhe había hecho todo lo que un paisano, un amigo o incluso un hermano mayor haría. Pero ni una sola de esas acciones había sido para acercarse a él.
Kang Zhe era disciplinado, meticuloso en el trato y mantenía una distancia considerada, precisa sin llegar a herir. Era un verdadero habitante de esta ciudad, incluso uno que se movía en ella con soltura, sin apego alguno. Nada que ver con aquel A-Zhe-gege que Sangji conocía: el hermano mayor que galopaba por las praderas, alimentaba caballos, pastoreaba ovejas, observaba las nubes, bajaba corriendo las colinas y luego, bajo el cielo, soltaba una risa desenfadada y orgullosa.
Sangji sabía que hablaba muy mal el chino, que ni siquiera tenía estudios de preparatoria completa, y entendía que esos meses de vida urbana que había podido experimentar se debían únicamente a la ayuda de Kang Zhe.
Hubo un tiempo en que también quiso esforzarse –casi cortarse los pies para caber en los zapatos– por integrarse en esa ciudad donde todos parecían radiantes, lejanos, envueltos en un aura de ensueño; por permanecer junto a A-Zhe sin resultar demasiado discordante. Pero ese pequeño deseo, que creyó modesto, resultó ser mucho más difícil de alcanzar de lo que jamás imaginó.
Así pasaron los meses, entre la huida consciente de uno y la confusión instintiva del otro, en un caos desastroso. El calor sofocante de Shenzhen ya había terminado, y esa primera noche de lluvia a principios de otoño, Sangji pensó, aturdido: «Tal vez debería volver a casa».
Era verdad: era muy tonto, ni de lejos tan inteligente como A-Zhe. Probablemente nunca lo sería.
Le había costado tanto darse cuenta: aquella primera mirada que A-Zhe le dirigió en la estación el día de su llegada, la que luego negó por cortesía, en realidad sí mostraba que no le había alegrado verlo.
«Cuando A-Zhe se vaya de Shenzhen, yo también me iré. Regresaré con mi padre —pensó Sangji—. No debería seguir inoportunándolo. Nunca quise nada de él, es solo que se me nubló la cabeza. Hacía tanto, tanto tiempo que no lo veía. Lo extrañaba».
Sangji sentía que amaba a A-Zhe de manera casi muda, oculta, como el aire húmedo y gris de Shenzhen: un amor vacío, sin nada que ofrecer.
Pero deseaba que A-Zhe no huyera, que ni siquiera corriera, que no se sintiera perturbado, porque él jamás lo lastimaría. Sería quien siempre lo amara.
Bastaba con no decírselo nunca.
Sangji pensó: «Soy un pecador. Solo necesito unos meses más de esta locura, y luego sanaré».
Sanaría como si no hubiera pasado días y noches en la pradera, añorando cuando él le enseñaba a leer.
Sanaría como si nunca hubiera recibido golpes, pedido prestado ni lo hubiera perseguido hasta Shenzhen en silencio.
Sanaría como si no hubiera dejado la misma sábana sin cambiar hasta que él se diera cuenta.
Sanaría como si no le hubiera robado la ropa para hacer aquellas cosas envuelto en su olor.
Sanaría como si no se hubiera levantado en plena noche para escabullirse hasta su puerta, envuelto en una manta delgada, sin nada debajo, y quedarse allí, de pie.
«Seré infeliz, pero no necesito felicidad. En los días que me queden, rezaré y bendeciré a A-Zhe para que tenga salud, alegría y una vida libre de sufrimiento».
—¿Lo has pensado bien? ¿No te quedas en Shenzhen? —Kang Zhe parecía sorprendido mientras observaba al joven frente a él. Faltaba un mes para que terminara el contrato de alquiler, y Sangji no parecía tener planes de buscar otro lugar. Al ser interrogado, simplemente sonrió, con un deje de timidez.
—Sí, quiero volver.
Shenzhen, después de todo, había cambiado algo en aquel muchacho tibetano de las montañas. Ya no era tan temeroso ni frágil como cuando llegó, aunque seguía careciendo de confianza. Aun así, esta vez había una sonrisa de alivio en su rostro cuando añadió:
—Extraño a mi apà. Supongo que las grandes ciudades no son para mí. Solo quería salir a ver el mundo, nunca pensé en quedarme fuera.
—No digas eso —respondió Kang Zhe con calma—, pero si lo has decidido, me alegro por ti.
Sangji se limitó a sonreír y no dijo nada más.
Kang Zhe lo miró durante un momento. Aquella luz en los ojos de Sangji no se había apagado del todo, y si había logrado resistir hasta ahora, probablemente tampoco lo haría tan pronto. Kang Zhe esbozó una sonrisa. Sabía lo que Sangji quería oír, pero al final, como siempre, respondió con indiferencia:
—¿Cuándo te vas? ¿Quieres que te invite a comer algo?
Sangji agitó las manos con premura.
—La próxima semana. No hace falta que me invites, me has ayudado tanto, has cuidado de mí todo este tiempo. Debería ser yo quien te invitara.
Kang Zhe lo pensó un momento y, sin discutir, asintió.
—Bueno, como quieras. Mañana entonces, cuando vuelva de la tienda.
La última cena, al día siguiente, fue otra vez olla caliente. Sangji comió con alegría, recordando aquella primera noche bulliciosa que le había hecho sentir esperanza.
Ambos bebieron, aunque Kang Zhe tomó poco. Sangji sabía que estaba contento, pero también sentía que esa felicidad le desgarraba las entrañas, dejándolo vacío. Así que, con cierta malicia, se permitió beber un poco más de la cuenta.
Kang Zhe no lo detuvo. Cuando lo cargó para llevarlo de vuelta, Sangji se durmió casi de inmediato en su habitación. Kang Zhe recordó que acababa de cambiar las sábanas y, con gesto de fastidio, olfateó el olor a alcohol que impregnaba su propia ropa.
Cargar con un borracho es agotador. Kang Zhe, inusualmente perezoso, no tuvo ganas de bañarse y se conformó con pasar la noche en el sofá.
No era de sueño ligero, pero un beso bastó para despertarlo.
Entre el sueño y la vigilia, abrió los ojos y vio a Sangji, arrodillado con devoción bajo la luz del amanecer, acercar tembloroso sus labios a los suyos.
Kang Zhe lo observó en silencio un momento, sin decir nada, y luego desvió la mirada hacia el espejo frente al sofá. Lo contempló sin ninguna emoción.
Evaluó sus propios sentimientos y concluyó que, en realidad, no había surgido nada dentro de él. Solo le quedaba cierta lástima y un profundo deseo de suspirar.
En el espejo vio a dos personas aparentemente unidas en intimidad: vio a Sangji con los ojos cerrados, sus pestañas pareciendo casi temblar, y también vio su propia expresión cansada, completamente impasible.
Pero al mismo tiempo, vio al tío Deji parado en el umbral, cubierto del polvo del camino, manteniendo una postura rígida. Sus ojos desorbitados y sus labios entreabiertos, como si no pudiera emitir sonido alguno, los observaban fijamente, petrificado por la escena.
Kang Zhe empujó a Sangji con violencia. Este emitió un gemido ahogado y trató de incorporarse presa del pánico, hasta que en el enorme espejo divisó también la figura de su padre en la entrada.
En la memoria de Kang Zhe, aquel espejo pareció hacerse añicos, pues escuchó con total claridad un crujido agudo y estridente. Sin embargo, luego comprobaría que el vidrio permanecía intacto: aquel sonido de cristales rompiéndose no había sido más que una ilusión suya.
En medio de un silencio sofocante como la muerte, volvió a mirar a los ojos de Sangji.
La luz se había apagado.
Nota de la autora:
Sangji está a punto de desaparecer de la escena. No queda mucho más.
Los próximos dos capítulos serán, con alta probabilidad, puro dolor. Luego, el primer volumen llegará a su fin de manera provisional. El segundo volumen es mucho más breve: tanto A-Zhe como Tangtang son personas incapaces de amarse, así que su camino estará lleno de baches y tropiezos. Pero al menos están aprendiendo.