Capítulo 33: Aguardando todavía junto al monte nevado

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Lo que ocurrió después quedó en la mente de Kang Zhe como una película sobreexpuesta. Detestaba esa cursilería de recurrir a metáforas, pero si se esforzaba por recordar, lo único que venía a su memoria era un espacio en blanco, como si lo hubieran quemado.  

Igual que muchos años atrás, cuando aún no había abandonado la escuela y, en una clase de química aburrida, el profesor lo llamó al frente para hacer una demostración. Tomó una pinza larga, sacó una tira de magnesio de un frasco de reactivos lleno de queroseno y, frente a todos sus compañeros, la encendió.  

Una luz blanca, cegadora, ardiente.  

En el centro de todas las miradas, Kang Zhe, de dieciséis años, contemplaba absorto aquel resplandor blanco. Sentía que le había quemado un agujero en los ojos, y por eso todo se veía demasiado brillante, presentando un espacio en blanco desgarradoramente intenso.  

No solo no podía ver, sino que Kang Zhe, a sus veinticuatro años, sentía que aquello también iba a dejarlo sordo.

Era muy ruidoso, y las maldiciones se mezclaban con fuertes sonidos rurales, lo que hacía que Kang Chen casi no pudiera entender el tibetano.

A Sangji le dieron una bofetada, dejándole al instante una mejilla hinchada y roja. Después, una patada lo derribó de rodillas, sin que pudiera levantarse, ya fuera por el dolor o por el miedo.

El tío Deji tenía los ojos inyectados en sangre, quizá de rabia, o quizá por algo más.

Pero todas esas imágenes flotaban envueltas en la luz cegadora del amanecer, como una bruma irreal. Vacías, huecas. Tan difusas que Kang Zhe dudaba si él mismo formaba parte de aquella escena.

Sangji se marchó ese mismo día. Shenzhen, la ciudad que al principio había albergado tantos de sus sueños, no le regaló ni un solo recuerdo hermoso al ingenuo muchacho tibetano. Se fue más derrotado que cuando llegó.

Ni siquiera pudo llevarse su equipaje sucio y arrugado.

Después de la paliza del tío Deji, que lo dejó casi sin fuerzas para mantenerse en pie, Sangji fue arrastrado fuera por el hombre.

Kang Zhe los llamó. La espalda del muchacho se tensó al instante.

Kang Zhe lo notó, y sintió que sus propios huesos resonaban con ese dolor.

El tío Deji tardó mucho en volverse. Cuando lo hizo, mantenía la cabeza baja, sin atreverse a mirarlo.

Kang Zhe habló lentamente en tibetano:

—Tío Deji, Sangji no ha hecho nada malo. No le pegues.

Tras un largo silencio, el tío Deji todavía no alzó la vista. Solo giró de nuevo y, con gesto rígido, asintió de espaldas a Kang Zhe.

Por el rabillo del ojo, Kang Zhe estuvo seguro de que Sangji había llorado al final. Lo hizo en silencio, pero sus lágrimas caían con una intensidad desgarradora.

Al final, aquella película absurda y estruendosa terminó con la última mirada que Sangji le dirigió. No sabía si era porque, con el tiempo, supo que había sido la última, pero en los recuerdos sobreexpuestos de Kang Zhe –quemados como metal al rojo vivo–, esa mirada estaba cargada de acusación, anhelo y desesperación.

—Después de eso, nunca volví a ver a Sangji. —Kang Zhe estaba parado frente a aquella roca gigante, como si cualquier ráfaga de viento procedente de las montañas nevadas pudiera arrastrarlo lejos—. No fue intencional; solo perdí el contacto con él.

Tang Yuhui estaba a su lado, invadido por una tristeza irreprimible. No por sí mismo, sino por el joven que ahora yacía enterrado allí, convertido en polvo; por el coraje que alguna vez tuvo y que ahora resultaba irreconocible; por la pena de haber recorrido miles de kilómetros, cruzado montañas y ríos, solo para llegar hasta aquí.

—¿Por qué perdiste el contacto?

—Su apá lo encerró —dijo Kang Zhe—. Casi medio año.

Tang Yuhui lo miró atónito. Kang Zhe bajó la voz:

—En realidad, el tío Deji era una buena persona. Siempre había querido mucho a Sangji, desde pequeño.

Se volvió hacia el abeto que crecía junto a la piedra y añadió con tono sereno:

—Pero ya lo viste. Incluso en las ciudades desarrolladas, hay cosas que los padres de la generación anterior no pueden aceptar del todo. Imagínate en una zona montañosa tan remota y cerrada como esta.

»Impuro —dijo Kang Zhe, sin inflexión en la voz—. Tal vez eso fue lo que pensó su padre.  

Tang Yuhui no notó que sus propias manos temblaban levemente. Preguntó con dificultad:

—¿Y después?

—¿Crees que el tío Deji lo mató? —Kang Zhe esbozó una sonrisa—. No. Era de corazón blando. Simplemente no podía entenderlo. Si no hubiera pasado lo que pasó después, con el tiempo quizá habría perdonado a Sangji.

»Fue Sangji quien huyó.

Tang Yuhui abrió los ojos, sorprendido. Kang Zhe continuó lentamente:  

—Con el tiempo, el tío Deji dejó de vigilarlo tan de cerca. Era su forma de suavizar las cosas.

»Nadie imaginó que Sangji huiría así. Dejó todo el dinero que había ahorrado en Shenzhen e incluso grabó unas palabras en la mesa: «Salgo a caminar un poco. Volveré cuando esté mejor».

Kang Zhe esbozó una sonrisa tenue.

—Seguro piensas que iría a buscarme. Imagino que el tío Deji también lo creyó. Pero yo, en ese momento, no sabía absolutamente nada.

»Fue a Daocheng, a Litang, cruzó el puente sobre el río Jinsha, llegó a Motuo, a Nyingchi, a Lhasa… Se tomó una foto frente al templo de Jokhang, la reveló en una tienda y me la envió por correo.

»Para entonces, yo ya no estaba en Shenzhen. Él debía saberlo, así que supongo que no esperaba que la recibiera.  

»No sé si al final logró «estar mejor» como dijo. Pero luego volvió a casa. Justo al entrar en Sichuan, hubo un deslizamiento de tierra. Todos en el autobús murieron. Solo quedó un niño, arrastrado por el lodo hasta otro lugar, pero al final tampoco se salvó. Cuando lo encontraron, ya no tenía salvación, y seguía repitiéndoles a los rescatistas que fueran a ayudar al amiguito tibetano.

Kang Zhe desvió la mirada hacia el horizonte, hacia la nieve acumulada en el sagrado monte Gongga durante millones de años. Sin tristeza ni dolor, solo con una calma sincera, hizo una pregunta:

—Dime, ¿debería haber sido mejor con él?

Tang Yuhui no pudo responder. Temblaba de tal manera que solo atinó a abrazar a Kang Zhe.

—A-Zhe, no es culpa tuya… —dijo, pálido.

—No he dicho que lo sea. —Kang Zhe lo rodeó suavemente con los brazos, su voz casi inaudible—. Pero si hubiera podido, ojalá le hubiera tendido la mano.

Él acarició suavemente la cabeza de Tang Yuhui y le besó la coronilla.

—No llores más, Tangtang. Mira, así son las cosas. No puedo irme de aquí. Nunca he sido alguien especialmente feliz o desdichado; en realidad, da igual dónde esté o adónde vaya. Pero no soy capaz de despedirme de todo esto tan fácilmente. Ya no me pertenezco, por eso no puedo amarte.

Tang Yuhui lloraba con tal fuerza que temblaba. Se apoyó sobre el hombro de Kang Zhe y le dijo con voz trémula:

—No pasa nada, no pasa nada, A-Zhe… Lo entiendo…

Bajo la luz blanca y pura de las montañas nevadas, Kang Zhe lo abrazó en silencio. Pasó mucho tiempo antes de que Tang Yuhui alzara la vista y mirara los ojos secos de Kang Zhe, sin rastro de lágrimas.

—A-Zhe, ¿lo querías mucho?

Kang Zhe rio, y la vibración de su pecho hizo que las lágrimas de Tang Yuhui cayeran con más fuerza. Le acarició la oreja con suavidad, con una ternura teñida de tristeza.

—¿No escuchaste con atención?

Tang Yuhui siguió empapando la ropa de Kang Zhe con lágrimas hasta que, al fin, escuchó su voz, suave como un suspiro:  

—No. No lo quise.

»Precisamente por eso, porque no lo quise.


Cuando bajaron de la montaña, la expresión de Kang Zhe ya había vuelto a la normalidad, como si no fuera la persona que acababa de llevar personalmente a Tang Yuhui a despedirse de todo lo relacionado con él.

Le encasquetó el casco a Tang Yuhui y le ajustó suavemente la correa.

—¿Quieres que te acompañe al aeropuerto cuando te vayas, pasado mañana? 

Los ojos de Tang Yuhui ardían de tanto llorar y apenas podía abrirlos. Respondió con una voz tan tenue que casi no se escuchaba:

—Sí, está bien.

—Mm —asintió Kang Zhe, esbozando una leve sonrisa—. Ojalá tengas la oportunidad de volver a visitar Garzê algún día.

—Sí. —Tang Yuhui también asintió, con esfuerzo, esbozando una sonrisa—. Si se da la oportunidad.

El mismo camino largo, la misma carretera nacional bañada por el sol, como al principio.

El rugido de la moto seguía retumbando, como el eco de una roca rodando en un túnel. El cielo seguía siendo el mismo azul de siempre; las montañas igual de verdes. Las nubes colgaban en lo alto de los picos, desplazándose desde lo cercano hasta lo lejano, despidiendo al viajero y al amado de vuelta al lugar del que vinieron.

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