No disponible.
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Tang Yuhui no podía creer que llevaba ya varios meses en Garzê y que, aun así, sus pertenencias no habían aumentado mucho.
No recordaba ningún detalle del avión que lo había traído desde Pekín, pero había memorizado el número de vuelo.
Después de tanto tiempo viviendo allí, la habitación de huéspedes que ocupaba parecía ya su propio dormitorio. El estante estaba lleno de pequeños objetos: piedras que Tang Yuhui había recogido del río, una pulsera que Kang Zhe le había tejido con tallos de hierba, una bufanda bordada con flores de gesang que la madre de Kang Zhe le había hecho a mano…
Su mirada se detuvo en una campana oxidada, y por un momento, se quedó absorto.
Esa campana la había tomado del cuello del «principito de Kangba» una tarde en la que acompañó a Kang Zhe a pastorear las ovejas.
El principito, sin duda el cordero favorito de A-Zhe, llevaba la campana limpia, como si la lavaran a menudo, sin rastro del olor acre característico de los animales.
Tang Yuhui reconocía su sonido al instante, porque recordaba cómo, después, esa misma campana había terminado atada a su tobillo, repiqueteando con cada movimiento de Kang Zhe. Si Kang Zhe embestía con más fuerza, los tintineos se volvían urgentes, y entonces él se inclinaba sobre Tang Yuhui, con los ojos brillantes y una sonrisa maliciosa.
Tang Yuhui cerró la campana en su palma y apretó los párpados un momento.
Al día siguiente se iría, pero seguía empacando con mucha calma.
Cuando llegó la hora de la cena y aún no bajaba, Kang Zhe subió a buscarlo.
—¿Aún no has terminado?
Cualquier cena que lleve el rótulo de «última» adquiere un aire ceremonioso y desgarrador. Como el vuelo de Tang Yuhui salía a la mañana siguiente, desde el principio no había querido ir a cenar.
Temía terminar llorando desconsoladamente otra vez, pero últimamente ya había llorado demasiado.
—Todavía me falta un rato. Dile a tus padres que me guarden cualquier cosa, ustedes coman primero. Bajaré cuando termine de ordenar.
Aunque no logró convencerlo, Kang Zhe tampoco se fue. Se quedó quieto un momento, luego se agachó y, desde detrás de la maleta, le preguntó:
—¿Necesitas ayuda?
Tang Yuhui no tenía fuerzas ni para hablar. Solo respondió con sencillez:
—No.
Pero Kang Zhe todavía no se fue. Tomó un sombrero de la maleta que Tang Yuhui había doblado con cuidado, lo sostuvo en sus manos y apretó la tela entre los dedos.
—Este me lo quedo.
Era precisamente el sombrero que había comprado en el supermercado del condado de Kangding y que le había regalado a Tang Yuhui.
—Pero, ¿no me lo habías regalado? —preguntó Tang Yuhui, aturdido.
—Sí —respondió Kang Zhe—. Pero ahora me lo quedo yo.
No sabía explicar por qué, pero por ese sombrero tosco, ni siquiera particularmente bonito, a Tang Yuhui le atravesó de pronto un dolor tan agudo que le dejó el corazón entumecido.
Porque eso era lo que Kang Zhe le había dado, lo que lo había acompañado, después de que él se abriera con tanta claridad y desamparo ante Kang Zhe aquella tarde, en la montaña dorada iluminada por el sol del atardecer.
Y ahora se lo quitaba.
Tang Yuhui no respondió. Agachado frente a la maleta, doblaba la ropa en silencio, con gesto hosco. Kang Zhe tampoco dijo nada, limitándose a observarlo, inmóvil.
Al rato, Tang Yuhui, como si de pronto se desinflara, dijo:
—Bueno, puedes quedártelo.
—Gracias —dijo Kang Zhe.
Se incorporó y le revolvió el cabello.
—Te dejaré algo de comida en la cocina. Cuando termines, descansa. Mañana te acompaño al aeropuerto.
Justo cuando se daba la vuelta para irse, sintió un leve tirón en su ropa.
Kang Zhe se detuvo casi imperceptiblemente. Luego, volvió el rostro, sereno, y preguntó con tono neutro:
—¿Qué pasa?
Tang Yuhui apretó los labios, evitando la mirada de Kang Zhe. Con la cabeza baja, parecía no saber cómo empezar.
Pasó el dedo por el borde de la tela que aún sostenía, y solo tras un largo silencio murmuró:
—¿Puedo llevarme la chamarra de plumas?
El cuarto se sumió en una quietud repentina, como si hasta el flujo del aire se volviera audible.
Kang Zhe se quedó ligeramente paralizado, no esperaba esa pregunta. Dio un paso atrás, y el dobladillo que Tang Yuhui sujetaba se deslizó de entre sus dedos. Se detuvo a una distancia intermedia, y le esbozó una sonrisa.
—Claro que sí.
—Gracias, A-Zhe. —Tang Yuhui también alzó la vista y le sonrió.
Kang Zhe apartó la mirada y abandonó la habitación con rapidez.
En el último momento a solas, Tang Yuhui no pidió un abrazo, no buscó un beso, ni siquiera anheló esa intimidad más cercana que solo él y Kang Zhe podían compartir, porque sabía que nada de eso era eterno.
Como una máquina expendedora que lo acompañó mientras crecía, cambiaba sus sentimientos por monedas que arrojaba en su interior. Si la máquina quedaba vacía, con solo una bebida en su interior, deseaba que permaneciera allí, para que al menos no luciera tan desolada.
Tang Yuhui no pegó un ojo en toda la noche. No es que estuviera sumido en una pena inmensa o desbordado por el dolor; era más bien que, en lo profundo de su corazón, había un reloj de arena eterno, que caía grano a grano en silencio en un mar sin luz.
Recordó muchas escenas de películas y libros, preguntándose una y otra vez, con melancolía: ¿de qué manera debe uno despedirse de quien ama?
Cuando amaneció al día siguiente, Tang Yuhui sintió que apenas había dormido. Solo esa pregunta seguía rondando incesantemente en su mente. Se incorporó en la cama; por el tragaluz se filtraba un delgado haz de luz cargado de polvo. Se frotó los ojos.
Kangding, en su gran generosidad, le había obsequiado el día más soleado, y en esta jornada de partida, la belleza seguía conmoviendo hasta el alma. Tang Yuhui sonrió en silencio ante una nube que flotaba en un rincón del tragaluz.
Kang Zhe llevaba una chaqueta negra muy delgada. Le ayudó a bajar las maletas y las aseguró en la motocicleta, exactamente igual que el primer día.
Tang Yuhui se despidió de los padres de Kang Zhe en la sala, juntando las manos en un gesto respetuoso mientras inclinaba levemente la cabeza. Con la mayor sinceridad, pensó: «La tía dijo que tengo afinidad con Buda. Si es verdad, espero que él escuche mi plegaria y transfiera todo ese karma a esta familia, para que sean siempre felices y estén sanos».
El aeropuerto quedaba a cuarenta y ocho kilómetros. Tang Yuhui, con la mente en blanco, observó cómo el paisaje de la carretera nacional se desvanecía tras ellos, un recorrido de mil li de belleza efímera. Al volver la vista atrás, las montañas retrocedían en lento repliegue, como una despedida a la sordina.
Apretó con más fuerza los brazos alrededor de la cintura de Kang Zhe, apoyó el rostro contra su espalda e imaginó el sonido de la sangre circulando bajo el iceberg.
Tang Yuhui rozó suavemente la mejilla contra su espalda, agotando todas sus fuerzas para grabar en su memoria esta ilusión gélida que era la felicidad. No podía calentarla, pero deseó que la persona que amaba tanto fuese tan fuerte y libre como un glaciar.
Por larga que fuera la ruta, siempre llegaba el final. No era temprano, y a Tang Yuhui ya le correspondía entrar al aeropuerto.
Kang Zhe le bajó la maleta, pero permaneció sentado en la moto, con las piernas apoyadas en el suelo. Era evidente que no pensaba acompañarlo adentro.
Tang Yuhui no sabía si su sonrisa en ese momento sería un desastre, pero aun así se esforzó por dibujarla en sus labios.
Kang Zhe lo observó en silencio durante un largo instante antes de hablar, con una voz grave y profunda:
—Vete.
Tang Yuhui intentó hablar, pero apenas logró decir un «Vale» antes de que su voz se quebrara. Se tapó la boca con fuerza con una mano y asintió hacia Kang Zhe.
Kang Zhe le hizo un gesto de despedida con la mano. Tang Yuhui, con el corazón apretado, giró la cabeza y había dado apenas un paso cuando la voz de Kang Zhe lo detuvo:
—Espera.
Al volverse, sus ojos ya estaban inundados de lágrimas, suspendidas en su mirada como cristal, a punto de caer con cada parpadeo.
Kang Zhe sacó de algún lugar aquel sombrero que había ido y venido entre ellos tantas veces, y pronunció su nombre con un tono grave y resonante:
—Tang Yuhui.
Incluso después de tanto tiempo, cuando Kang Zhe pronunciaba su nombre con seriedad –incluso en una ocasión de despedida definitiva como esta–, el corazón de Tang Yuhui seguía estremeciéndose en un palpitar regular y constante.
Tang Yuhui contuvo las lágrimas con todas sus fuerzas para que no cayeran. Dio un paso adelante, y Kang Zhe le colocó el sombrero sobre la cabeza, llamándole con suavidad:
—Tangtang.
La voz de Kang Zhe era como un susurro, tan ligero que pasó como una ráfaga de viento y luego se desvaneció para siempre.
—Te lo devuelvo.
Dicho esto, Kang Zhe arrancó la motocicleta y, sin volver a mirar a Tang Yuhui, se adentró en la carretera, alejándose cada vez más.
Aun así, las lágrimas de Tang Yuhui terminaron por caer. Corrieron descontroladas por su rostro, resbalaron por su barbilla y se estrellaron contra el asfalto, convirtiéndose en una parte nada extraordinaria de aquel vasto entramado de grietas. Desde no muy lejos, la voz de Kang Zhe llegó hasta él, mezclada con otros sonidos, como el pulso del viento, latiendo eternamente entre el batir de las banderas de plegaria.
Llorando, Tang Yuhui arrastró su maleta hasta que, al llegar al baño donde una vez se había mareado hasta vomitar, se lavó la cara y logró calmarse. Encontró a un empleado tibetano y repitió las palabras que Kang Zhe había dicho, preguntándole en voz baja qué significaban.
El joven tibetano lo miró con una sonrisa.
—¿Las dijo ese amigo que vino a despedirte? Es una bendición común en nuestra cultura.
Tang Yuhui preguntó lentamente:
—¿Qué significa?
Las alegrías y penas humanas no se entrelazan. Entre el bullicio de las anunciaciones de embarque del aeropuerto, el muchacho tibetano repitió con voz cálida y amistosa:
—Dijo adiós.
»Y también te desea felicidad y salud.
Nota de la autora:
«En ciertos lugares, cuando un joven se enamora de una muchacha y desea unirse a ella para toda la vida, le quita el sombrero. Días después, regresa para devolvérselo. Si la muchacha lo acepta con alegría, significa que también se ha enamorado de él; de lo contrario, la muchacha ya no querrá su sombrero» (Extracto de Las costumbres matrimoniales en China, capítulo sobre los tibetanos).