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Eran poco más de las ocho de la noche.
Tang Yuhui acababa de salir de la línea de producción, exhalando un largo suspiro de cansancio, cuando el supervisor de su equipo lo detuvo.
—Xiao Tang, necesito que vigiles un momento lo del ingeniero Chen. Está dibujando unos planos y viene un cargamento de materiales, pero nos falta personal para supervisar.
—De acuerdo —respondió Tang Yuhui sin vacilar, quitándose con calma la mascarilla y frotándose los ojos.
Su rostro era pequeño, y la mascarilla de protección que proporcionaba la empresa le quedaba demasiado grande. El borde le rozaba justo debajo de los párpados, y tras usarla durante horas, esa zona le quedaba irritada y dolorida.
Cuando terminó de supervisar los últimos materiales que llegaban, la noche fuera ya era completamente oscura.
El taller alejado del edificio principal yacía en silencio. Tang Yuhui atravesó a paso ligero el estacionamiento desierto, planeando tomar el autobús nocturno para regresar a la oficina a recoger sus cosas.
Un ding sonó, abrupto en la quietud vacía.
Sus pasos se detuvieron. Sin saber por qué, permaneció inmóvil un instante antes de sacar el teléfono.
«¿Tienes tiempo mañana? ¿Podríamos vernos otra vez?».
Tang Yuhui miró la pantalla durante largo rato. El dispositivo descansaba en su palma, pero sus dedos se mantenían suspendidos, lejos de la superficie. No respondió. Donde su piel tocaba el teléfono, una leve humedad comenzó a formarse. Solo cuando la pantalla se oscureció por completo –reflejando su propio rostro– recuperó el movimiento, reanudando su camino tras un momento de silencio.
«Después de los veinte, la vida parece activar un botón de aceleración».
Era un lema que Tang Yuhui había leído en alguna parte, hacía ya mucho tiempo.
Probablemente fue cuando aún estaba en Pekín, en el metro de camino al trabajo, porque la frase le había sonado a eslogan publicitario. O quizá la vio deslizándose por su feed de Momentos –al no tener Weibo ni usar otras redes sociales, rara vez se topaba con cosas tan cargadas de lirismo–.
Tang Yuhui tenía memoria instantánea para ciertos detalles. Los números lo hacían sensible, y aquella frase, sin razón aparente, había pulsado una cuerda diminuta en su interior. Así que retuvo ese lema carente de verdadero significado.
Carente de significado porque no se aplicaba a todos. La vida de Tang Yuhui no se había acelerado a los veinte años. Su botón de turbo lo habían presionado tres años después.
Y entonces vino ese río veloz que arrastraba consigo el paso simple de los días, donde solo la edad acumulaba cifras a toda prisa, sin que nada más pareciera quedar atrás.
Durante esos casi cuatro años, Tang Yuhui compró diecisiete veces un boleto a Kangding, llegó doce veces al aeropuerto, embarcó tres veces. En dos ocasiones salió del aeropuerto de Kangding: una vez se quedó parado en el cruce donde Kang Zhe solía esperarlo, contemplando el cielo que parecía truncado por las montañas a lo lejos; la otra vez, lo vio a él.
Decir que lo «vio» quizá no sea exacto, porque Tang Yuhui solo lo observó desde muy lejos, sin que Kang Zhe llegara a saber siquiera de su presencia.
Había pasado más de un año desde que se había ido. Aquel día, había volado muy temprano al aeropuerto de la meseta de Kangding, aunque no recordaba cómo había llegado allí. Cuando volvió en sí, ya estaba sentado en el camión de carga de un hombre tibetano.
El hombre apenas hablaba mandarín, pero lo entendía. Al bajarse, Tang Yuhui preguntó cuánto debía pagarle. El conductor sonrió y levantó tres dedos.
Solo después de pagarle, Tang Yuhui se dio cuenta de que no llevaba nada consigo excepto el teléfono y la cartera. El talón del boleto de avión estaba arrugado en el bolsillo de su pantalón; no entendía cómo había logrado embarcar sin dejar rastro en su memoria.
El camión, después de todo, era mucho más rápido que la motocicleta y no lo sacudía hasta provocarle náuseas.
A Tang Yuhui el trayecto esta vez le pareció brevísimo, tan corto que le produjo inquietud.
Al detenerse junto al camino frente a la casa de huéspedes, descubrió que esta ya no era en absoluto la misma. Los muros exteriores ya no lucían el viejo aspecto de piedra y ladrillo, y el techo había perdido su gris apagado para volverse de un blanco que rivalizaba con el cielo.
En el patio ya no quedaban establos ni corrales, pero Tang Yuhui, con un alivio semejante al de quien sobrevive a una catástrofe, comprobó que el emparrado seguía en pie.
Bajo él descansaba una motocicleta.
Tang Yuhui no había esperado encontrarse con Kang Zhe, ni deseaba hacerlo de verdad.
Se ocultó tras un árbol grande junto al camino y observó desde lejos la entrada de la casa.
Tras dejar Garzê, la memoria de Tang Yuhui comenzó a fallar con frecuencia. No era algo que afectara su vida cotidiana, pero a menudo era incapaz de recordar en qué había estado pensando durante ciertos períodos.
Era como si una fuerza externa hubiera desplazado esos fragmentos de tiempo, dejando tras de sí un vacío insondable cada vez que intentaba rastrear el hilo de aquellos recuerdos.
Nada demasiado grave, solo que le tomó un tiempo acostumbrarse.
No fue hasta mucho después cuando comprendió que se trataba de un mecanismo de defensa creado por su propio cuerpo: su cerebro, haciendo todo lo posible por hacerle olvidar la textura de ciertas emociones.
Era una forma de protección.
Aquel día no fue diferente. Esa breve desconexión mental reapareció, y se quedó mirando, aturdido, hacia la entrada con el portón abierto, con el corazón sumido en una calma silenciosa y sin luz.
Y en el instante en que Kang Zhe apareció, Tang Yuhui sintió con claridad cómo aquel vacío en su pecho se estremeció levemente.
Fue esa mínima vibración la que hizo crecer la avalancha.
Kang Zhe no había cambiado mucho. Parecía un poco más alto, con el cabello más corto. Salió empujando su motocicleta, envuelto en un rompevientos negro que lo hacía verse algo frío.
Tang Yuhui lo vio montar la moto, encorvado, inclinándose más de lo que recordaba. Pronto, su figura desapareció en la distancia.
Pero la dirección en la que se fue le era familiar a Tang Yuhui: era el camino hacia la escuela.
No sabía en qué estaba pensando. No tomó ningún transporte. Al igual que el primer día que llegó a Kangding, caminó solo por la carretera nacional durante mucho, mucho tiempo, hasta que el sol ya se inclinaba hacia el oeste y finalmente llegó a la entrada de la escuela.
La escuela también había cambiado, renovada por completo, y el corazón de Tang Yuhui, que latía más lento de lo habitual, dio un pequeño salto de emoción.
Al parecer, aquellas organizaciones benéficas educativas no eran solo una farsa; habían servido de algo.
Incluso había un patio de recreo ahora, con un alto asta en el centro. Una bandera roja ondeaba bajo el cielo azul, y el viento, como impulsado por ella, tomaba forma tangible, como una vela. El sol poniente bordeaba su movimiento con un destello dorado.
Kang Zhe estaba apoyado junto a su motocicleta, esperando a alguien. Un chico alto salió del aula, arrió la bandera y, al ver a Kang Zhe, se apresuró a acercarse.
Era evidente que Kang Zhe lo estaba esperando. Tras intercambiar unas pocas palabras, le entregó una pequeña bolsa al muchacho, le revolvió el cabello con gesto rudo y, acto seguido, montó en la moto y se marchó.
Y así, hasta que todos los alumnos se hubieron ido, hasta que el sol se hundió tras las montañas y la oscuridad cayó en un silencio absoluto, Tang Yuhui por fin se movió.
Con la noche cerniéndose a su alrededor y la miríada de estrellas colgando en el cielo como diamantes, encontró una posada donde pasar la noche, puso a cargar su teléfono y, al día siguiente, compró un boleto de avión de regreso a Pekín.
Desde entonces, nunca volvió a ver a Kang Zhe.
En esos tres años, Tang Yuhui optó por el programa más acelerado de maestría y doctorado, obteniendo el título más rápido en la historia de su universidad. Aprendió tibetano, asistió al funeral de Tang Rui, rechazó todas las ofertas de instituciones de investigación y universidades, eligió el peor uso posible para su brillante formación y se convirtió en un ingeniero completamente ordinario.
El día que Tang Rui murió, Yu Zhengze no veló el cuerpo. Tang Yuhui se quedó solo en el velatorio, arrodillado hasta el final.
Tang Yuhui pensó que Tang Rui era una mujer desdichada, pero también verdaderamente hermosa.
Su partida se sintió como el ocaso de algo bello, y aún así, su final seguía siendo lamentable.
Tang Yuhui no sintió un dolor insoportable, pero sí una auténtica tristeza.
Sacó el teléfono de su bolso, abrió WeChat, buscó en la lista de chats –ya hundido hasta el fondo– aquel avatar de trasero de oveja y entró en la ventana de conversación.
Miró los mensajes antiguos que llevaban tanto tiempo sin actualizarse, y vaciló un momento.
Eso había sido hace medio año. Durante la cena de celebración por la conclusión del proyecto, sus seniors le habían insistido con varios tragos hasta embriagarlo. Fue Ke Ning quien lo cargó de vuelta al dormitorio. No sabía por qué, pero las lágrimas no dejaban de caer en silencio. Ke Ning solo se dio cuenta al llegar a la habitación, sorprendido al notar su espalda empapada.
Tras pensarlo un momento, Ke Ning le entregó el teléfono y salió del dormitorio sin decir nada.
El alcohol siempre ha sido ese puente que derriba las defensas humanas. Desde tiempos antiguos, los borrachos comparten una misma miseria.
Y una invariable honestidad.
Tang Yuhui tocó el avatar y marcó el número. Pero colgó casi de inmediato.
Al presionar el botón para terminar la llamada, sin razón aparente, las ganas de llorar simplemente se esfumaron.
Pensó en lo discordante que sería el timbre de WeChat con el silencio de aquellas vastas tierras desoladas. Quizás, bajo el cielo colmado de estrellas de Kangding, había resonado brevemente una señal fugaz, como un débil llamado de auxilio.
No sabía por qué, pero a Tang Yuhui ese sonido tan breve le parecía un poco desgarrador.
Entonces, solo, esbozó una sonrisa hacia el techo. De pronto, sintió un cansancio abrumador. Cerró los ojos y se durmió allí mismo.
Al despertar a la mañana siguiente, vio que Kang Zhe le había enviado un mensaje dos horas después de su llamada fallida. No decía mucho, solo preguntaba: «¿Pasa algo?».
Con dolor de cabeza por la resaca, Tang Yuhui se incorporó lentamente y respondió con dos palabras: «No, nada».
Y ese fue el último mensaje en su historial de conversación.
Tang Yuhui no tenía intención de volver a llamar a Kang Zhe. Solo se quedó mirando aquel avatar un rato.
Los «Momentos» de Kang Zhe en WeChat estaban vacíos y su nombre de usuario y foto de perfil nunca habían cambiado.
A veces, Tang Yuhui incluso llegaba a pensar que tal vez esa cuenta ya no la usaba nadie desde hacía mucho tiempo.
Con un toque suave, tocó aquel avatar, como si acariciara furtivamente el trasero del Principito.
A Tang Yuhui le vino a la mente la sensación de aquella lana blanca y suave, y no pudo evitar soltar una risita repentina e inoportuna en medio del velatorio.
Al darse cuenta de lo inapropiado que era, sintió como si estuviera haciendo algo malo, pero aun así no pudo resistirse y lo tocó varias veces más, esta vez más rápido, casi sin pausa entre un toque y otro.
«”kyh” le ha dado un toque a “El principito de Khampa”».
Tang Yuhui se quedó paralizado, sin entender qué acababa de pasar. En su confusión, hasta se le cayó el celular al suelo. Lo recogió aturdido, sin saber cómo deshacer aquello, y de pronto le invadió el pánico.
Esta vez, Kang Zhe respondió al instante. La llamada de WeChat sonó casi de inmediato.
El velatorio seguía siendo un lugar incongruente para un sonido tan trivial. El timbre lo dejó aturdido, como un náufrago en las profundidades del mar que, de pronto, recibe una señal de respuesta a su llamada de auxilio.
Tang Yuhui, con manos temblorosas, atendió la llamada. La voz de Kang Zhe llegó del otro lado, atravesando una bruma de irrealidad, grave y profunda.
—¿Qué pasa?
De pronto, ese dolor que había estado latente finalmente recorrió por completo sus nervios entumecidos. Como si solo ahora hubiera comprendido, al fin, la realidad: había perdido a Tang Rui para siempre.
Tang Yuhui miró fijamente el rostro hermoso en la fotografía gigante que presidía el velatorio. Bajo ella yacía alguien que ya no tenía vida.
—A-Zhe… —dijo suavemente—. Ya no tengo mamá.
Al otro lado de la línea, Kang Zhe guardó silencio unos segundos. Esa pausa llenó a Tang Yuhui de tensión y vergüenza, porque esa no había sido su intención. Para Kang Zhe, esa llamada debía parecerle absurda y melodramática. Así que se apresuró a añadir:
—Tengo cosas que hacer aquí. No quiero molestarte, colgaré ahora.
Oyó un sonido breve, como si Kang Zhe hubiera estado a punto de decir algo, pero no se atrevió a escucharlo. Colgó a toda prisa.
Kang Zhe no volvió a llamar. Tang Yuhui esperó un rato con un sentimiento indescriptible, guardó el teléfono en el bolsillo de su pecho y permaneció arrodillado en silencio.
Pasados unos diez minutos, recibió un video en su celular.
Kang Zhe debió de haber fijado el teléfono en alguna parte de la motocicleta, orientando la cámara hacia el cielo nocturno.
Tang Yuhui observó el video. Entre el estruendo del motor, las estrellas, como píxeles dispersos, retrocedían cual un río.
Hizo clic en el mensaje de voz adjunto y lo acercó suavemente al oído. Kang Zhe dejó un largo silencio, como si hubiera estado reflexionando durante mucho tiempo.
Dijo:
—Tang Yuhui, no estés triste. En este mundo, aún habrá muchas otras personas que te acompañen.
Medio año después de la muerte de Tang Rui, Tang Yuhui entró en la temporada de graduación de su doctorado. Su tesis ya estaba escrita desde hacía tiempo, solo faltaba regresar para la defensa final.
Como no tenía nada que hacer en la universidad, decidió adelantar su ingreso a la empresa donde trabajaría y comenzó las prácticas antes de tiempo.
En Chengdú.
Cada vez que Tang Yuhui pensaba detenidamente en esto, sentía que no tenía mucho sentido.
No era tan obsesivo como para seguirle los pasos hasta ese punto. Nunca había imaginado que, en una ciudad tan grande, pudiera encontrárselo por casualidad, como en una película. Tampoco había considerado hacer el viaje de apenas cuatro horas para ir a buscarlo.
Hacía tiempo que Tang Yuhui había llegado a una conclusión: ahora ya no necesitaba tenerlo.
Pero ¿por qué había renunciado a tantas cosas para venir a una ciudad que no conocía? Ni siquiera él encontraba razones que lo justificaran.
Llevaba ya dos meses en Chengdú y, poco a poco, se había adaptado. Incluso había empezado a sentir un cariño subjetivo por la ciudad. De vez en cuando, le enviaba fotos a Ke Ning, quien ya estaba haciendo su posdoctorado.
Una vez, al pasar por el IFS, le pareció adorable el panda gigante encaramado en el edificio. Era muy grande y tenía la cabeza enterrada en lo alto de la torre bajo el cielo, como si estuviera observando algo misterioso.
A Ke Ning también le gustó, así que Tang Yuhui cambió su foto de perfil por una del trasero del panda que él mismo había tomado.
Tang Yuhui sentía que llevaba una buena vida, realmente nada le faltaba.
Nunca le había faltado dinero, su trabajo le resultaba sencillo –aunque a veces algo agotador–, pero en general disfrutaba de libertad. Tampoco tenía que lidiar mucho con otras personas. Como era el más joven, todos sus colegas, incluso los de menor edad, le llevaban varios años y lo trataban con especial consideración.
A diferencia de Ke Ning y su tutor, Tang Yuhui no sentía un pesar tan profundo. Nunca había abordado la física con la intención de dedicarle la vida entera; simplemente, era algo que se le daba bien. Aunque era una pena despedirse de algo que había estudiado tantos años, no lo vivía como una pérdida devastadora.
El día que volvió a ver a Kang Zhe, por más que lo repasara en su mente, todo le parecía un fragmento absurdo salido de una escena irreal. Desde el lugar hasta las personas, cada instante estaba cargado de una teatralidad insospechada.
Ese día, Tang Yuhui –algo raro en él– salió puntual del trabajo. Le tocó lidiar con la hora pico en el metro, donde la multitud lo aplastó hasta casi dejarlo sin aire. Sofocado y sediento, al bajarse se dirigió de inmediato a una tienda de conveniencia a comprar una botella de agua.
Al abrir la puerta, levantó la vista por un instante y entonces se quedó inmóvil en el umbral, mirando fijamente hacia la caja registradora.
El «bienvenido» del aviso automático sonó bajo la luz blanca y fría de la tienda de conveniencia, pero a Tang Yuhui le pareció que venía desde muy, muy lejos. Permaneció inmóvil en el umbral, sin atreverse a cruzar hacia ese mundo onírico.
Kang Zhe, con la cajetilla de cigarros recién pagada entre los dedos, se dio la vuelta y también se quedó paralizado un instante; sus pasos se detuvieron de golpe.
Tang Yuhui no quería seguir plantado en la entrada como si su alma le hubiera abandonado, pero su cerebro se negaba a obedecer. No podía mover los pies ni articular palabra.
—Yo…
Kang Zhe se acercó rápidamente. Se detuvo frente a él, se guardó los cigarrillos en el bolsillo y lo observó en silencio durante un rato.
Tang Yuhui notó que estaba más alto, más maduro y más frío. Sus ojos seguían siendo graves, pero la comisura de sus labios –como si intentara romper el incómodo silencio– finalmente esbozó una suave sonrisa. Aquella voz que una vez alteró la frecuencia de su existencia aún conservaba su ronquera indolente, más desgastada por los años pero atravesando el tiempo con una claridad incomparable:
—De verdad eres tú.
Nota de la autora:
Pensando en cómo se desarrolló todo en mi mente, al volver la vista atrás, ¡este capítulo básicamente es pura azúcar!