Capítulo 39: Un rostro que ha cruzado mil ríos y montañas

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Kang Zhe cerró las cortinas. Tang Yuhui permaneció sentado en el sofá, y solo después de un largo rato logró calmarse.  

Kang Zhe se sentó frente a él, guardó silencio un momento y luego preguntó:  

—¿Qué piensas hacer?  

Las manos de Tang Yuhui se retorcieron, y con la cabeza baja, respondió:  

—No pienso hacer nada.

La mirada de Kang Zhe no se apartaba de él, y Tang Yuhui sintió que ya no podía soportarla. Bajo esa presión, añadió: 

—La próxima semana regreso a la universidad. En serio, no pretendo nada más.  

La voz de Kang Zhe de pronto se tornó más grave.

—¿Regresas a la universidad?  

Tang Yuhui asintió y mintió, contrariando sus sentimientos:  

—Sí, me voy la próxima semana. Al fin y al cabo, solo vine aquí a hacer unas prácticas.

Tras unos segundos de silencio, Kang Zhe bajó las pestañas y dijo:

—¿A Pekín?

—Sí, primero regresaré para graduarme. —Tang Yuhui lo pensó un momento—. Luego, probablemente me quede a trabajar en la universidad.  

Al terminar, esbozó una sonrisa forzada, buscando un tono despreocupado.  

—Después de todo, ya no soy tan joven. Tengo que mantener a la familia, ¿no, A-Zhe-gege?

Pero apenas pronunció esas palabras, Kang Zhe le agarró bruscamente la muñeca y se le acercó con una intensidad feroz. Luego soltó una risa breve.

—No hace falta que digas esas cosas para probarme. No me afectan.  

Tang Yuhui miró aturdido su muñeca, que empezaba a doler por la presión, y balbuceó:  

—No estaba intentando probarte.

Kang Zhe lo miraba fijamente. Solo cuando apareció un enrojecimiento en el codo de Tang Yuhui, aflojó lentamente su agarre.

Tang Yuhui seguía masajeándose disimuladamente la muñeca, que le dolía por la presión, cuando de pronto Kang Zhe soltó:  

—Si no es así, entonces olvídalo.

Alzó la cabeza, sorprendido, pero Kang Zhe ya había vuelto a su lugar en el sofá. Le esbozó una sonrisa tenue.

—No era mi intención. Lo siento.

Tang Yuhui sintió un sobresalto en el pecho. Era la segunda vez ese día que Kang Zhe se disculpaba con él.

Escuchar un «lo siento» de Kang Zhe resultaba extrañísimo. Esas palabras parecían no estar hechas para salir de su boca. No es que Kang Zhe no cometiera errores, pero era alguien tan, tan orgulloso que jamás se habría rebajado a reconocerlos, y mucho menos a preocuparse por ellos.

Tang Yuhui pensó que, tal vez, en el pasado él había deseado mucho esas disculpas de Kang Zhe. Había querido que cediera, que le hablara con suavidad.

Pero ahora comprendía que, quizá, en realidad no necesitaba –ni siquiera quería– que Kang Zhe lo tratara de un modo que no le correspondía, ni que tratara con ese mundo que jamás había figurado en su mirada.

Los dos permanecieron en silencio en extremos opuestos del sofá. Cada célula de Tang Yuhui parecía sufrir una tortura insoportable.

Quería huir de allí, pero sabía que, en lo más bajo y mezquino de su ser, se regodeaba en secreto. Y ese regodeo solo hacía que el asco hacia sí mismo lo llenara de un dolor aún más agudo.

Pasado un rato, Kang Zhe rompió el silencio. Su voz seguía siendo fría, lúcida, e incluso –sin darse cuenta– hiriente.

—Es bueno que regreses —dijo lentamente—. No tenías por qué venir.

El corazón de Tang Yuhui dio un vuelco. Por un instante, ni siquiera sintió dolor, solo un amargo entumecimiento que se extendió poco a poco por sus nervios hasta invadirlo por completo.

Creyó que ya era invulnerable, pero el daño infligido por Kang Zhe, sin importar cuánto tiempo pasara, seguía siendo capaz de atravesar con precisión todas las defensas que había levantado y sumirlo en una tristeza serena y persistente.

Con la cabeza baja, Tang Yuhui admitió para sus adentros que Kang Zhe tenía razón. Dijo suavemente:

—Sí, lo sé.

La mano de Kang Zhe, colgando a un costado, se tensó casi imperceptiblemente.

—No me refería a eso —dijo. 

Tang Yuhui asintió, inhaló hondo y se puso de pie.  

—No importa, lo entiendo. Si no hay nada más, es mejor que te vayas. Estoy cansado y quiero descansar.

Kang Zhe vaciló un instante, pero acto seguido también se levantó con rapidez y se dirigió hacia la puerta, rodeando el sofá.

Sus pasos eran rápidos, su rostro mostraba una indiferencia absoluta, pero la mano que colgaba a su lado se mantenía apretada con fuerza.

Tang Yuhui se quedó paralizado, pero Kang Zhe ya había llegado a la entrada.

De pronto, giró y le lanzó una sonrisa.

—Acompáñame a la estación. Me voy.

Tang Yuhui permaneció inmóvil, tan lejos que ni siquiera se acercó a la puerta.  

Con la cabeza gacha, respondió:  

—¿Por qué debería hacerlo? 

Kang Zhe curvó los labios, dejando asomar ese pequeño colmillo suyo.  

—¿Seguro que no? —dijo—. Probablemente sea un adiós para siempre. ¿De verdad quieres despedirte de mí desde la puerta de tu casa?

Tang Yuhui guardó silencio, observando su propia sombra proyectada en el suelo –alargada y grotesca bajo la luz–. Estaba harto de que incluso su sombra se inclinara hacia la salida.

Pero al final, asintió. Se calzó los zapatos en la entrada y bajó junto a Kang Zhe.

Al llegar al pie del edificio, Kang Zhe volvió a hablar:

—¿Has comido? ¿Quieres tomar algo?

Tang Yuhui negó con la cabeza.

—Primero te acompaño a la estación. Ya comeré al regresar.

Kang Zhe guardó silencio, lo miró un momento y finalmente asintió.  

—Vamos.

Dentro del taxi, Tang Yuhui observó a través del cristal cómo el paisaje se desdibujaba en líneas borrosas. Las copas de los árboles, que empezaban a reverdecer, se apilaban en capas sobre sus cabezas. La luz se filtraba en hilos dorados, envolviéndolo de manera desigual para después desvanecerse. Los edificios pasaban como ráfagas, la gente se convertía en sombras sin rostro, deslizándose en silencio ante sus ojos.

Esa forma de contemplar el paisaje le produjo un dolor sordo. Sintió que no había progresado en absoluto. Después de todos esos años, en medio de ese aire hermoso, difuso y punzante, seguía dándole vueltas a la misma pregunta de antaño: ¿Cómo debería uno despedirse de la persona que ama?  

Kang Zhe había viajado tantas veces entre Kangding y Chengdu, que en realidad ya conocía el camino lo bastante bien como para no necesitar compañía. Tang Yuhui, de pie en la estación de autobuses, con la mirada ausente y el rostro afligido, era él –más que Kang Zhe– quien realmente parecía estar a punto de partir.  

No dijo ni una palabra. Simplemente lo acompañó hasta la entrada de la estación, sintiendo que, en verdad, debía de estar muy enfermo para obligarse una y otra vez a pasar por algo así.

El autobús ya tenía los boletos vendidos y solo esperaba la hora de salida. No quedaba tiempo para despedidas. Kang Zhe se detuvo frente a la entrada y alzó la mano en un gesto de adiós.

Y aún así, sonrió. Como un sueño magnífico reduciéndose a cenizas en silencio, listo para despedirse de aquel que una vez significó tanto para él.  

—Adiós.

Las manos de Tang Yuhui se aferraban con fuerza a sus costados. No pudo levantar la suya para corresponder al gesto. Solo logró esbozar una sonrisa forzada.

—Adiós, A-Zhe.

Kang Zhe asintió y, sin más, se volvió y entró en la terminal.

Aunque en la estación de buses no había despegues ni aterrizajes, Tang Yuhui igual escuchó un estruendo ensordecedor que atravesó sus nervios, desencadenando un dolor punzante que se expandió desde su corazón.

Permaneció inmóvil por un momento, sintiendo una agonía tan abrumadora como si el cielo se derrumbara. Lentamente, se dobló sobre sí mismo hasta agacharse, escondiendo el rostro entre sus brazos.

No fue hasta que un guardia de seguridad se acercó y le preguntó con preocupación «¿necesita ayuda?», que Tang Yuhui alzó bruscamente la cabeza. De inmediato, echó a correr hacia la taquilla. 

—Hola, necesito un boleto para el próximo bus a Kangding —dijo, con voz entrecortada.

La taquillera se sobresaltó. Lo miró y respondió con incomodidad:  

—Hoy ya no hay más. El más temprano es mañana por la mañana.

Las manos de Tang Yuhui, aferradas al mostrador, temblaban sin control.  

—Por favor… —suplicó—. Si es mañana… para entonces ya no me atreveré.

La taquillera lo miró con incomodidad. Tang Yuhui respiró hondo un par de veces, se quedó quieto un momento y luego alzó la vista y sonrió disculpándose:  

—Perdón… no pasa nada…

De pronto, una mano agarró su muñeca, que aún temblaba.  

La voz grave de Kang Zhe resonó a sus espaldas.

—¿Por qué no te atreverías?  

Tang Yuhui se estremeció violentamente. Volvió la cabeza, incrédulo, y allí estaba Kang Zhe, de pie detrás de él.

Kang Zhe lo observó en silencio. Se había convertido de nuevo en una montaña: su mirada era quieta y profunda, como nubes que se acumulan sin prisa en la cima, o un río que serpentea con calma a sus pies. En él estaba el orgullo que Tang Yuhui entendía, pero también una indiferencia que no lograba descifrar. Sin embargo, había algo, una sola cosa, que ya no era como antes:

Por primera vez, ese rostro se iluminó en sus ojos.

La mano de Kang Zhe seguía agarrando la de Tang Yuhui, sin intención de soltarlo.

Con voz firme, declaró:  

—Tang Yuhui, ya van tres veces.  

Tang Yuhui lo miró con timidez y desconcierto, pero esta vez Kang Zhe ya no tenía la intención de dejarlo escapar.

Esbozó una sonrisa; sus ojos se curvaron como si nada más en el mundo importara. Por primera vez, esa dulzura rompió su cáscara, exponiéndose completa e incuestionable ante Tang Yuhui.

Kang Zhe dijo:  

—Te daré una oportunidad para escuchar la verdad. ¿La quieres?

Tang Yuhui se quedó pasmado.  

—¿Qué…?

Kang Zhe seguía sonriendo. Era la misma sonrisa ligera y sutil de siempre, pero ya no parecía tan distante.

—No quiero que te vayas —confesó.

Luego lo atrajo un poco más cerca, se inclinó hacia su oído y repitió en un tono que imitaba al mismo Tang Yuhui:

—De verdad.

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