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Inicios del verano, junio. El Mangzhong ya había quedado atrás, y faltaban pocos días para el solsticio de verano.
Pekín ardía ya bajo un calor sofocante, pero de ese tipo que solo irritaba.
El verano no era una estación que perteneciera a Pekín: el otoño y el invierno la volvían lenta y añeja, pero al verano le faltaba frondosidad, le faltaba esa crudeza sin pulir de lo nuevo, y también la ternura que se aferra.
Durante los últimos años, esta época para Tang Yuhui no había sido más que el aire acondicionado del laboratorio, el chirrido del ventilador en su dormitorio, una piel que jamás se bronceaba, el interminable zumbido de las cigarras entre los árboles y una tranquila monotonía, día tras día.
Pero este junio era distinto. Porque se iba.
A decir verdad, salvo durante su infancia, Pekín era el lugar donde Tang Yuhui había vivido más tiempo.
Fue desprendiéndose de cosas, una tras otra, y aun así logró llenar tres enormes maletas.
Ke Ning aún no se había graduado, y en ese momento estaba en su época más ajetreada. En el dormitorio, a menudo solo quedaba Tang Yuhui, quien pasó sus últimos días en esa habitación donde había vivido casi seis años, sumido en un ánimo nostálgico.
El último día antes de irse, Tang Yuhui por fin logró encontrar a Ke Ning, que apenas tenía tiempo libre, y lo invitó a una última comida.
Tang Yuhui no tenía muchos amigos. Después de pensarlo bien, al final, el único de quien realmente valía la pena despedirse era él.
El ambiente durante la comida fue agradable, sin esa sensación de adiós. Tang Yuhui había considerado irse sin decir nada, pero tras reflexionar un rato, decidió que debía avisarle.
—Ke Ning, mañana me voy. Regreso a Sichuan.
Tang Yuhui esperó su reacción, pero para su sorpresa, Ke Ning se enfocó en algo completamente distinto a lo que él imaginaba.
Ke Ning estaba sentado al otro lado de la olla caliente, ahogándose por lo picante de un trozo de carne condimentada. Al oírlo, esbozó una sonrisa entre muecas de dolor, entrecerró los ojos y dijo:
—¿«Regresar»? Tangtang, si en total no has estado ni un año en Sichuan…
Tang Yuhui fue tomado por sorpresa. Ke Ning, molestándolo, se encogió de hombros.
—Bueno, bueno, ya sé que tu novio te espera con un departamento comprado para casarse. La próxima vez que vengas a Pekín será como «volver a casa de tus padres».
Tang Yuhui no pudo evitar reírse y negó con la cabeza.
—Qué tonterías dices.
Ke Ning le sirvió una verdura en el tazón y le guiñó un ojo.
—¿Acaso no es cierto? Tranquilo, en cuanto termine con este trabajo iré a Chengdu a verte, aunque será el año que viene, probablemente… Siempre he querido conocer al supergalán que se llevó el mejor repollodel mundo.
Tang Yuhui, sin ningún reparo, arrojó el último trozo de carne cubierto de chili al plato de Ke Ning.
—¡Cómete eso y deja de hablar! Si de verdad tienes tiempo de venir, mi novio y yo te recibiremos por todo lo alto.
Ke Ning agitó la mano con desdén.
—Espero que el doctor Tang no olvide lo que acaba de decir. Mejor aún: que lleve una pancarta al aeropuerto.
Aunque decía estar más ocupado que una hormiga, el día de su partida, Ke Ning hizo un esfuerzo sobrehumano para despedirlo en el aeropuerto.
La mayor parte del equipaje de Tang Yuhui ya había sido enviado a su apartamento en Chengdu; solo llevaba consigo una pequeña maleta.
Cuando llegaron al control de seguridad, ambos se detuvieron. Tang Yuhui no entró de inmediato, sino que se quedó mirando con seriedad a su mejor amigo.
Ke Ning se acercó y lo abrazó. Su voz era baja, pero clara:
—No estoy nada triste, Tang Tang. Porque sé que estás persiguiendo tu felicidad. Mientras eso sea cierto, no sentiré pena alguna. Ni siquiera me duele separarme de ti.
Tang Yuhui sonrió y le dio unas palmaditas en la espalda.
—Lo sé.
Ke Ning alzó la mirada. Tenía los ojos algo enrojecidos, pero seguía sonriendo. Le hizo un gesto de despedida a Tang Yuhui.
—Bye, bye, Tangtang. Que seas feliz en el amor.
Tang Yuhui también agitó la mano con fuerza.
—Bye, bye, Ke Ning. Nos vemos en Chengdu. Tú también sé feliz.
Un vuelo de cuatro horas, entre todos los que Tang Yuhui había hecho por competiciones y viajes de trabajo, no era en absoluto largo.
Pero él sentía que esos más de dos mil kilómetros superaban, más claramente que nunca, el significado mismo de la distancia: eran lo bastante significativos como para merecer ser recordados con el corazón.
En el instante en que el avión tocó tierra y el rugido del rodaje estalló, Tang Yuhui se dio cuenta de que siempre había estado esperando ese momento.
Esperar en silencio es esperar; esperar con júbilo también es esperar. Y cuando se añora, el sonido de esa espera es el más profundo y duradero, impregnando poco a poco el tiempo ordinario, llenando el corazón de esa sensación agridulce entre el nerviosismo y la expectativa.
Kang Zhe también lo estaría extrañando, ¿verdad? Para Tang Yuhui, cada primera mirada a Kang Zhe después de una separación era el momento en que más lo amaba.
Justamente por eso, Tang Yuhui había optado por llevar solo una maleta de mano: no quería que Kang Zhe tuviera que esperarlo ni un minuto más de lo necesario.
Así que, con solo unos diez minutos de retraso respecto a la hora prevista de aterrizaje, alcanzó a ver a la persona que lo esperaba.
Quizás por la costumbre de protegerse del sol en las alturas, Tang Yuhui jamás había visto a Kang Zhe en exteriores vistiendo solo una capa de ropa.
Pero ese día llevaba una camisa blanca y pantalones negros. Con el cabello un poco más largo de lo habitual, permanecía de pie frente a los ascensores, con la cabeza baja mirando el teléfono, como un modelo masculino posando para una sesión de fotos en el aeropuerto.
Tang Yuhui, arrastrando su maleta, apenas había avanzado unos pasos cuando Kang Zhe, como si lo hubiera sentido, alzó la vista.
En la percepción de Tang Yuhui, Kang Zhe siempre había existido en penumbras: toda la luz a su alrededor parecía ser absorbida, para luego desvanecerse.
Se preguntaba si, cuando Kang Zhe lo miraba, también experimentaba esa misma sensación de tiempo suspendido.
El aeropuerto hervía con su bullicio habitual. La multitud de gente anónima fluía como una marea en movimiento, siluetas que se fundían y separaban en un vaivén incesante. Nadie reparó en aquel instante donde dos personas volvían a enamorarse, por milésima vez.
Tang Yuhui creía que Kang Zhe era eterno. Que existía desde antes que el cosmos mismo.
Él jamás cambiaba. Siempre permanecía allí, sereno, y cada reencuentro con él era como hallar un respiro frente al paisaje asfixiante de la vida.
Kang Zhe era el latido constante de Tang Yuhui, su ancla y su elevación espiritual, la grieta por donde todo renacía.
Al final, fue Kang Zhe quien sonrió primero. Se acercó a grandes pasos a Tang Yuhui, lo envolvió en un suave abrazo, tomó su equipaje y luego, con calma, agarró su mano.
Tang Yuhui alzó la cabeza, le dedicó una sonrisa y entrelazó con fuerza sus dedos.
Las miradas curiosas de los extraños seguían allí, muchas posándose sobre ellos.
Pero en el mundo que habitaban esos dos, solo existía calma.
Eran demasiado hermosos –demasiado maravillosos– como para que ese instante no mereciera ser atesorado sin culpa.
Kang Zhe guardó la maleta en el maletero. Tang Yuhui se acomodó en el asiento del copiloto y, cuando Kang Zhe cerró la puerta tras subir, se recostó sobre su hombro como un pájaro exhausto que por fin regresa al nido.
Kang Zhe le alzó el rostro y lo besó, inclinándose hacia él.
Aquel beso descendió como polvo, posándose en silencio sobre el corazón apacible de Tang Yuhui, impregnando de nuevo cada uno de sus pensamientos con la esencia de Kang Zhe.
Mudo y sublime, como si le revelara que, durante esos meses, la espera había sido mutua.
Tang Yuhui, raramente tímido por un beso, fue quien lo interrumpió. Durante el trayecto, mientras Kang Zhe conducía, no le soltó la mano. Aunque apenas intercambiaban palabras, una calma plena los envolvía, cargada de una felicidad silenciosa.
Solo cuando estacionaron, cruzaron la puerta del edificio y el ascensor alcanzó el último piso, las emociones de Tang Yuhui –que oscilaban como la marea– encontraron por fin quietud.
Ese era un apartamento donde, al abrir la puerta, se veían las montañas nevadas. Tang Yuhui ya las había divisado desde el carro: un regalo del cielo para darle la bienvenida.
Kang Zhe estaba de pie en silencio junto a la puerta. Le tendió una llave nueva y esbozó una leve sonrisa.
—Adelante, señora Kang.
Tang Yuhui la tomó, algo desconcertado, y abrió la puerta. De pronto, preguntó:
—¿Por eso te vestiste como si llevaras algo formal?
—¿«Como si»? —Kang Zhe arqueó una ceja, cerrando la puerta tras de sí—. Este es mi atuendo más formal. ¿De verdad la señora Kang va a ponerse a criticar a su novio justo el día de su boda?
Tang Yuhui rio entrecerrando los ojos.
—¿Qué boda?
Kang Zhe no respondió. Tomó su mano y lo guió hacia el enorme ventanal de la sala. Entonces, con un gesto firme, descorrió las cortinas blancas hacia ambos lados…
Las montañas nevadas, de un blanco puro, se alzaban como una imponente línea en el horizonte. El Gongga, en soledad, se vestía con la luz dorada del cielo, y como innumerables silencios en el viento eterno, los contemplaba con ternura.
Kang Zhe levantó una esquina de la cortina y la colocó sobre la cabeza de Tang Yuhui. Esbozó una sonrisa lánguida y dijo, alargando sus palabras:
—Ahora hay una…
Tang Yuhui lo miró en silencio.
La sonrisa de Kang Zhe se profundizó, volviéndose lentamente seductora. Un dejo de dulzura genuina se extendía por la comisura de sus labios, brillaba en sus ojos y asomaba en su colmillo.
—¿Entonces ya es oficial? ¿Podemos pasar a la noche de bodas?
Tang Yuhui parpadeó.
—¿Los matrimonios tibetanos también tienen ese ritual?
Kang Zhe se encogió de hombros.
—Al final, todas terminan en lo mismo.
Tang Yuhui seguía sin hablar, mirándolo con los ojos curvados por la sonrisa. Kang Zhe, ya sin paciencia, lo alzó en brazos y lo llevó al sofá.
Tang Yuhui se reía mientras intentaba escapar, pero Kang Zhe le agarró la muñeca de repente y, con seriedad, le dijo:
—Mañana vuelve conmigo. A Kangding. ¿Qué te parece?
El aire a su alrededor pareció condensarse. Tang Yuhui sintió que todo su cuerpo se tensaba al instante. Kang Zhe lo calmó con un beso y añadió, sonriendo:
—No es para que salgas del armario. Solo quiero que veas a mis padres. Ellos también piensan mucho en ti. ¿Te animas?
Tang Yuhui le acarició el rostro y, tras un momento de silencio, le preguntó:
—¿Por qué de repente quieres volver?
Kang Zhe se sentó y lo miró fijamente a los ojos, con una expresión solemne.
—Es algo que debemos hacer. ¿No crees?
Después de pensarlo un momento, Tang Yuhui asintió levemente.
Preocupado por el cansancio del viaje en coche, insistió en comprar boletos de avión para regresar juntos al día siguiente.
El padre de Kang Zhe fue a recogerlos al aeropuerto. Al ver a Tang Yuhui, no pudo contener la alegría: lo abrazó de inmediato, lo observó de arriba abajo varias veces y, finalmente, le dio unas palmadas cariñosas en el hombro entre risas.
En casa, la madre de Kang Zhe los esperaba con la comida preparada. Después de cenar, Kang Zhe comentó que sería más práctico alojarse en la casa de huéspedes de la familia. Tras brindar unas copas con su padre, se despidieron prometiendo volver al día siguiente, y partieron en motocicleta.
Los padres de Kang Zhe insistieron en que Tang Yuhui se quedara unos días más. Él, nervioso durante la cena, balbuceó sin saber cómo responder. Fue Kang Zhe quien intervino, explicando que debía regresar pronto por trabajo y que al día siguiente querían visitar la escuela.
Después de tantos años, Tang Yuhui volvió a sentarse en el asiento trasero de la motocicleta de Kang Zhe.
Lo abrazó por la cintura, como hiciera muchos años atrás, y apoyó la cara con suavidad contra su espalda. Entonces, en voz baja, le preguntó:
—¿Crees que tus padres lo sabrán algún día?
Kang Zhe respondió sin vacilar:
—Creo que mi apá ya lo intuye. A mi amá quizá le cueste más, pero al final lo aceptarán.
Un silencio después, su voz volvió a sonar:
—Les caes muy bien.
Tang Yuhui asintió con un suave «Mm» y dijo en voz queda:
—Te amo. A ti, a todo lo que eres, y también a tu familia.
Kang Zhe no dijo nada más. No hasta que detuvo la moto frente a la casa de huéspedes. Entonces se volvió y le pidió a Tang Yuhui que no se moviera.
Obediente y algo perplejo, Tang Yuhui permaneció sentado en el asiento trasero. Kang Zhe rodeó la moto, lo alzó en brazos –acunándolo de costado– y, sin soltarlo, cruzó con él la puerta de la casa. Sin pronunciar palabra, subió las escaleras hasta la terraza y lo depositó bajo un cielo lleno de estrellas.
La silueta de Kang Zhe se cernía sobre Tang Yuhui bajo el firmamento constelado. Con voz grave y solemne, le dijo:
—La próxima vez que digas esas palabras, no me las digas a la espalda. Mírame a los ojos.
Tang Yuhui extendió los brazos y le rodeó el cuello, sonriendo como si todas las estrellas del mundo brillaran para él.
—Te amo —le dijo, dócil y tierno.
La noche serena se expandió en silencio. Kang Zhe se inclinó hacia él como una montaña que se aproxima, como un alud que regresa a casa. Ante sus ojos, la luz eterna de las estrellas se quebró en mil destellos.
—Lo sé, y yo también —respondió con voz profunda.
A la mañana siguiente, Kang Zhe acompañó a Tang Yuhui a visitar de nuevo la escuela primaria. Este se sintió reconfortado al ver que la escuela había sido reconstruida: incluso habían pavimentado una pista de atletismo en el patio, y el edificio de aulas ahora tenía dos pisos… pero el asta de la bandera seguía allí, tan erguida como dos años atrás.
Antes de partir, Tang Yuhui hizo una última parada frente a esa asta. Allí descubrió una inscripción casi imperceptible: «Donado por: Kang Zhe», y bajo el nombre, una línea de escritura tibetana.
Acarició suavemente con la palma aquel nombre grabado, y en su corazón resonó una calma como el murmullo de un arroyo.
Como Tang Yuhui debía incorporarse a su nuevo trabajo al día siguiente, Kang Zhe no tuvo más remedio que llevarlo de vuelta ese mismo día. Regresaron a casa de sus padres y almorzaron con ellos. Después, Kang Zhe montó la motocicleta y llevó a Tang Yuhui al aeropuerto.
Las nubes en el borde del cielo permanecían eternamente suspendidas, más allá de las laderas, como nidos, islas o lagos en el firmamento, madurando en silencio, día tras día, mes tras mes, contemporáneas de las montañas y los ríos, besadas solo por la luz de las estrellas; pasaban junto a innumerables personas, junto a incontables cielos azules que se cruzaban en su camino una y otra vez, sin detenerse jamás, fluyendo perpetuas.
Tang Yuhui siempre supo que amaba este lugar, y que lo amaría por siempre, aunque en ese momento le decía adiós, poco a poco.
Al subir al avión, recordó su primer día en Kangding. Llegó lleno de heridas que él mismo consideraba merecidas, aturdido, frágil como un cristal a punto de quebrarse. Ya no recordaba los detalles, pero sabía que lo primero que vio al despertar, sacudido por la turbulencia, fueron esas islas blancas agrupadas en las montañas nevadas.
Ahora era igual. A su lado estaba Kang Zhe, el regalo que se llevaba consigo, el presente que había recibido de las montañas y los ríos.
Atravesaron las blancas nubes de las corrientes aéreas, cúmulos dispersos de lana que se transformaron en la sangre diluida del firmamento; lentamente perforadas, rebasadas, para volver a fluir como ondas en la bóveda celeste y fundirse en las arterias del cielo.
Tang Yuhui contemplaba absorto aquel rincón de blancura tras la ventanilla. En ese momento, Kang Zhe giró la cabeza, guardó silencio un instante y comenzó a acercarse a él poco a poco.
Aquello que una vez había impregnado y atravesado a Tang Yuhui –las montañas nevadas, los glaciares, el cielo estrellado, la vida de las nubes entrelazada con el aroma de la hierba fresca– volvió a envolverlo, sin darle oportunidad de oponer resistencia.
Kang Zhe le levantó suavemente la mano a Tang Yuhui y presionó su palma contra la ventanilla del avión, mirando en silencio el exterior junto a él.
El tiempo parecía haberse vuelto sustancia, fluyendo por el cielo hasta transformarse en un amor doloroso, tierno e invisible, y luego, poco a poco, convertirse en un sueño.
Kang Zhe estaba sentado a su lado, tan cerca que bastaba con extender la mano para tocarlo.
Sonrió como de costumbre, y desde esa distancia justa —ni demasiado cerca ni demasiado lejos, pero al alcance—, le dijo a Tang Yuhui:
—Ve. La alcanzaste.
FIN DE LA HISTORIA PRINCIPAL
Nota de la autora:
¡Persiguiendo la nube ha llegado a su fin! ¡Lancen flores!
Gracias, gracias, muchísimas gracias a todas las bellezas que han llegado hasta aquí. Soy una autora novata que recién comenzó a escribir en abril del año pasado. Sé que aún me falta mucho por mejorar, pero ustedes han sido increíblemente amables. Estoy profundamente agradecida por su compañía durante todo este tiempo.
Habrá capítulos extras. Algunos aún no los tengo del todo definidos; uno de ellos será desde la perspectiva de Kang Zhe, y los demás los iré trabajando poco a poco…
Para la próxima historia quiero darme libertad total y escribir algo completamente distinto. Tal vez no encaje del todo con quienes disfrutaron del amor agridulce entre A-Zhe y Tangtang, pero aun así, están más que invitados a leerla.
Tengo tantas cosas que agradecer que no sé ni por dónde empezar. De verdad, gracias. Les quiero muchísimo.
(Hay una sorpresita muy, muy pequeña en Weibo. Si les da curiosidad, pueden pasar a verla. ¡No es nada importante! De verdad es algo mínimo, solo una muestra de cariño).
Deseo que todas y todos mis lectores sean siempre saludables, felices y románticos.