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Era domingo. Tang Yuhui estaba ayudando a Kang Zhe a organizar el equipaje que habían traído desde Kangding.
Kang Zhe había salido. Últimamente apenas estaba en casa, como si estuviera metido en algún gran proyecto con esos amigos del taller a quienes antes había ido a echar una mano.
Después del susto que le dio, Tang Yuhui no dejaba de advertirle –una y otra vez– que por nada del mundo volviera a comprar una casa sin decirle nada.
Kang Zhe no tenía muchas pertenencias. Habían regresado una vez más a Kangding, pero incluso así, lo que trajeron de vuelta no llenó ni el maletero del coche.
El Principito de Khampa no era de esos que se preocupan por cosas como la ropa o los artículos de uso diario. Kang Zhe apenas había traído consigo unas pocas prendas, todas abrigos negros, que colgaban dispersos en el armario. Hasta Tang Yuhui, que detestaba ir de compras, sintió el impulso de salir a la calle para llenar ese armario con cosas nuevas para su novio.
En cambio, sí había traído cajas y más cajas repletas de objetos diversos y aparentemente inconexos. Aquel día, mientras las movía, Tang Yuhui echó un vistazo fugaz, pero no logró entender qué contenían.
Últimamente, Kang Zhe estaba realmente ocupado: salía temprano y volvía tarde. Tang Yuhui, que disfrutaba de unos días libres tras terminar un proyecto, pensó en ayudarle para aliviar su carga.
La noche anterior, durante la cena, le había preguntado con cierta vacilación si podía ayudarle a ordenar sus cosas. Kang Zhe, que estaba tomando sopa, alzó la vista, reflexionó un momento y respondió que sí.
Sin embargo, tras decirlo, esbozó una sonrisa. Hacía mucho que Tang Yuhui no veía en su rostro una expresión así, una sonrisa en la que se adivinaba el placer travieso de un muchacho disfrutando de su propia broma.
Kang Zhe lo miró fijamente y sonrió lenta, muy lentamente:
—Pero cuando termines de ordenar, no te enfades conmigo cuando vuelva esta noche.
Aquella sonrisa dejó a Tang Yuhui con el corazón en vilo y ansioso. Después de darle vueltas en la cabeza toda la noche, en cuanto Kang Zhe salió al amanecer, se levantó de la cama y se encaminó con premura al estudio, donde se amontonaban varias cajas grandes de cartón.
Tang Yuhui empezó por abrir una de ellas y, llevado por la curiosidad, fue sacando los objetos uno por uno para mirarlos.
¿Eh?
¿Qué era todo eso…?
Una llave inglesa con manchas de aceite, un carné de donante de sangre, una piedra con forma de luna, tickets de conciertos, hilo de cometa, una bolsita transparente con alpiste, un khata blanco, una camisa manchada de sangre… y hasta un tocadiscos.
Tang Yuhui, desconcertado, fue sacando aquel surtido de objetos que no sabía si calificar de tesoros o trastos viejos. Cada uno parecía esconder una historia, aunque su dueño, al juzgar por cómo los había guardado, no parecía otorgarles demasiado valor: apiñados sin miramientos, algunos incluso deformados por el aplastamiento.
Tang Yuhui intuyó que aquellas cosas eran fragmentos de la vida pasada de Kang Zhe, aunque este no parecía el tipo de persona que necesitara objetos para recordar.
Conteniendo sus dudas, Tang Yuhui fue guardando cuidadosamente, uno por uno, aquellos objetos extraños. Solo entonces abrió otra caja, un poco más pequeña.
La caja de cartón cedió fácilmente bajo el filo del cuchillo. Cuando Tang Yuhui vio lo que había dentro, se quedó paralizado un instante.
Los objetos en este interior, aunque tampoco estaban dispuestos con esmero, no aparecían tan revueltos como en la otra caja. Pero lo más llamativo era que muchas de estas cosas ni siquiera habían sido abiertas:
Cajas de chocolates que parecían intactas, CDs con su envoltorio original, tenis guardados en su caja, cubierta de polvo, una bufanda tejida a mano de color azul índigo… y, sobre todo, montones y montones de cartas que jamás habían sido abiertas.
Entonces Tang Yuhui comprendió por qué Kang Zhe le había sonreído con esa ambigüedad y le había pedido que no se enfadara. No llegaba a sentir celos, sino más bien le sorprendía profundamente que Kang Zhe hubiera conservado todos esas cosas que alguien le había dado.
Tang Yuhui estaba sentado en el suelo del estudio. La luz del sol, liviana como el polvo suspendido en el aire, bañaba el espacio mientras sus dedos acariciaban suavemente la superficie de aquellos regalos que nunca habían sido abiertos, obsequios entregados con esmero. Por un instante, le pareció sentir el calor oculto bajo la gélida superficie del iceberg que era Kang Zhe.
Él seguramente los había rechazado todos con esa indiferencia suya, fría y distante, como si nada de aquello le importara lo más mínimo. Pero aquellas cosas que, por alguna razón, no había podido devolver, una vez en sus manos, tampoco se había molestado en tirar.
Era, en efecto, como una deidad: capaz de amar, pero también de permanecer impasible ante el afecto del mundo.
Y entre todas esas muestras de cariño ya cubiertas por el polvo del tiempo, había un libro que destacaba por su impecable estado. Limpio y bien conservado, ocupaba el lugar más visible en la caja, colocado con cuidado sobre todo lo demás, de modo que fue lo primero que Tang Yuhui vio al abrirla.
Era aquel libro de poesía chilena que él, en otro tiempo, había recitado para Kang Zhe en una colina bajo nubes errantes.
Cuando Tang Yuhui se marchó, le había dejado a Kang Zhe muchos libros. Pero la última vez que volvieron juntos a Kangding, descubrió que Kang Zhe los había leído todos, uno por uno, y los había apilado en un rincón de la habitación.
Sin embargo, solo este –solo este libro de poemas– fue el que Kang Zhe guardó en una caja y se llevó consigo.
En su momento, Tang Yuhui, con cierta presuntuosidad, había recitado en otro idioma aquellos versos que escondían lo que no se atrevía a decir. Había asumido que Kang Zhe jamás lo sabría.
Deslizando suavemente la mano sobre la cubierta dorada, Tang Yuhui sonrió con autodesprecio.
Pero, ¿cómo iba Kang Zhe a no saberlo?
Alzó el libro –el único de toda la caja con señales de haber sido leído– y quiso colocarlo en el estante superior. Pero al estirar el brazo, perdió el equilibrio. El volumen se le escapó de las manos y cayó al suelo con un golpe seco, abriéndose de par en par.
Tang Yuhui, preocupado, se agachó rápidamente para revisar los daños. Pero al ver la página donde había quedado abierto, se detuvo ligeramente.
En esa página abierta, había una hoja de ginkgo.
Ya estaba amarronada, lejos de cómo lucía cuando pendía del árbol y formaba parte de un deslumbrante oleaje dorado.
Kang Zhe la había usado como marcador en el libro de poemas. Tang Yuhui la tomó con delicadeza, la giró, y vio que en la esquina inferior derecha Kang Zhe había escrito una fecha con trazo suave.
Tang Yuhui examinó la caligrafía con atención. La fecha correspondía a un día de otoño, tres años atrás; probablemente cuando ya llevaba un año lejos de Kangding y acababa de comenzar su doctorado.
¿Por qué habría guardado Kang Zhe algo de aquella época en este libro de poemas? ¿Y por qué, precisamente, una hoja de ginkgo?
Aturdido, Tang Yuhui volvió a colocar la hoja entre las páginas, abrazó el libro contra su pecho y se quedó sentado en el suelo, ensimismado.
Esa noche, cuando Kang Zhe regresó a casa, cerró la puerta tras de sí y, al quitarse los zapatos, se agachó y se tomó el tiempo para desatarse también los cordones.
Sin embargo, durante esos tres o cuatro segundos que ganó con un gesto que normalmente jamás se habría molestado en hacer, Tang Yuhui no apareció, como solía hacerlo, para recibirlo.
Las cejas de Kang Zhe se fruncieron casi imperceptiblemente.
No podía ser, ¿en serio se había enfadado?
Kang Zhe había pasado todo el día trabajando en la remodelación del taller; estaba agotado, tanto física como mentalmente. Aun así, no tuvo más remedio que ir hacia la sala. Allí, las luces estaban encendidas, y en la mesa del comedor una sopa humeante lo esperaba. Tang Yuhui se había quitado las pantuflas y, descalzo, se acurrucaba en el sofá leyendo un libro.
La lámpara de pie, de cálido tono naranja, iluminaba con suavidad y calidez. Kang Zhe se acercó y le dio un suave golpecito en la cabeza.
—Ponte calcetines.
Tang Yuhui soltó un «ah», alzando la vista del libro. Lo miró de reojo brevemente antes de salir corriendo hacia el dormitorio a buscar unos calcetines.
De vuelta en el sofá, Tang Yuhui volvió a lanzarle una mirada rápida a Kang Zhe, pero apartó la vista de inmediato y fingió seguir leyendo su libro. Sin embargo, su mirada seguía siendo esquiva, como si en realidad no estuviera viendo nada en concreto.
Kang Zhe, divertido, se quedó observándolo un rato. Hasta su último resto de cansancio pareció disiparse. Cuando hubo reunido suficiente paciencia, rodeó el sofá, se agachó frente a Tang Yuhui y, con una sonrisa que no era del todo sonrisa, le preguntó:
—¿Qué estás mirando?
Tang Yuhui supo que no podía seguir fingiendo. Con aire solemne, cerró el libro y adoptó una expresión seria.
—Tengo que hacerte una pregunta.
Kang Zhe volvió a reír, y tras la risa, su rostro se relajó, tornándose casi resignado. Antes de que Tang Yuhui pudiera hablar, se adelantó con una confesión:
—No guardé esas cosas a propósito, pero terminaron quedándose conmigo y tampoco supe cómo deshacerme de ellas.
Tang Yuhui tardó un par de segundos en reaccionar antes de murmurar, aturdido:
—No estoy enfadado.
Kang Zhe, ahora genuinamente intrigado, cambió de postura y arqueó una ceja.
—Entonces, ¿qué querías preguntar?
Tang Yuhui estuvo a punto de dejarse llevar otra vez por su evasiva. Tras dos segundos de silencio, alzó la mirada y lo encaró directamente.
—¿Por qué pusiste una hoja de ginkgo en mi libro?
Esta vez, fue Kang Zhe quien se quedó un segundo en blanco. Su expresión se tensó apenas, y su mirada se endureció por un instante, como si recién entonces lo recordara. Soltó un «ah» casi sin darse cuenta.
—¿Te refieres a eso?
Septiembre, tres años atrás. Kang Zhe acababa de regresar a la casa de huéspedes desde el condado cuando recibió una llamada de alguien con quien hacía mucho no hablaba.
Echó un vistazo al identificador de llamadas y se sorprendió por un instante, pero deslizó el dedo para contestar, sin mostrar emoción alguna.
—¿Sí?
Al otro lado, una voz enérgica y entusiasta estalló:
—¡Vaya, A-Zhe, sigues tan seco como siempre! ¿Cuánto tiempo llevamos sin hablar?
Fuera del alcance de su mirada, Kang Zhe esbozó una leve sonrisa. Pero su voz no cambió en lo más mínimo cuando respondió, con la misma indiferencia de siempre:
—¿No estás ocupado?
—¡Pues claro que estoy ocupado! —La voz al otro lado, como era de esperar, se volvió aún más exaltada—. ¡Pero por muy ocupado que esté, tenía que llamarte! A ver, ¿adivinas por qué?
Kang Zhe bajó los párpados con indiferencia, alejó el teléfono de su oreja y dejó el dedo suspendido sobre el botón rojo. Finalmente recordó por qué nunca llamaba a esta persona.
La voz masculina y vigorosa al otro lado elevó bruscamente el volumen:
—¡No cuelgues, espera! ¡Es algo importante! Ay, eres insufrible…
Kang Zhe, dándole cara, volvió a acercarse el teléfono a la oreja y respondió con calma:
—¿Qué pasa?
El que llamaba finalmente se calmó y contestó, desinflado:
—Me voy a casar. ¿No dijiste que solo querías que te llamara para bodas o funerales?
Kang Zhe se detuvo un momento antes de preguntar con la curiosidad justa:
—¿De verdad te vas a casar?
La voz masculina soltó un par de carcajadas profundas, con una pizca de timidez inconsciente.
—Sí, si uno se topa con la persona indicada, pues a casarse. Jamás imaginé que realmente me pasaría.
Kang Zhe soltó una risa sincera.
—Entonces, felicidades.
El hombre que llamaba era el dueño del taller de autos de carreras donde Kang Zhe había trabajado en Shenzhen. Se conocían desde hacía años. Era originario de Xining y Kang Zhe lo conoció cuando lo encontró atrapado en una carretera de montaña durante un viaje en coche por Qinghai y le echó una mano con algo muy sencillo. A pesar de los tropiezos iniciales y de los casi ocho años de diferencia, habían forjado una amistad improbable. De hecho, al principio Kang Zhe había aceptado mudarse a Shenzhen solo para ayudarlo.
Cuando Kang Zhe se fue de Shenzhen, ambos asumieron que no volvería. Pero habían pasado ya tantos años, y considerando que había sido él mismo quien lo dijo, Kang Zhe pensó que no pasaba nada por hacer ese viaje.
—¿Y cuándo es la boda? —Kang Zhe volvió a sentirse embargado por cierta emoción y, con un ánimo poco común en él, bromeó—: Nunca imaginé que tú acabarías casándote.
El jefe también pareció sentirse un poco avergonzado y balbuceó:
—Si alguien te gusta, pues te casas, no es para tanto. La boda será a finales del mes que viene, en Pekín. Si vienes, mandaré a alguien a recogerte.
Los dedos de Kang Zhe, que reposaban sobre el teléfono, se detuvieron levemente, y su voz bajó un tono, casi imperceptible:
—¿Por qué en Pekín?
El jefe soltó una risita.
—Mi esposa es de Pekín. Se hace lo que ella diga.
Kang Zhe guardó silencio un momento. Estaba a punto de decir «lo pensaré», pero el otro ya se había adelantado, dándolo por hecho, y colgó.
Kang Zhe miró en silencio la pantalla del móvil, ahora oscura, durante un par de segundos. Pensó que llamar de nuevo sería una molestia, y además, sin duda le preguntarían el motivo. Pero ni siquiera él mismo sabía la razón.
Se conocían desde hace muchos años y el jefe siempre había sido igual de despreocupado y propenso a decir tonterías. Aun así, al bajar el teléfono, lo único que Kang Zhe podía recordar era esa frase dicha de paso:
No es para tanto.
«En efecto, no lo era». Kang Zhe sonrió distraído, sacó el teléfono para reservar el vuelo y, después de enviar la información al otro, montó en su moto y volvió a arrancar.
En la víspera de su viaje a Pekín, Kang Zhe, inusualmente, decidió escalar la montaña una vez más.
No tenía nada que decir. Frente al Gongga, permaneció en silencio, apoyado contra un abeto frío, fumando un cigarrillo hasta acabárselo sin pronunciar palabra.
Hacía años que no salía de la provincia. Excepto para dejar o recoger a alguien, ni siquiera había vuelto a pisar el aeropuerto.
Estacionó la moto sin cuidado al borde de la carretera y le escribió a su padre para que la recogiera cuando pudiera. Antes de entrar al aeropuerto, alzó la vista una vez más hacia las montañas nevadas a lo lejos.
Kang Zhe esbozó una sonrisa despreocupada y preguntó con aire casual:
—¿Me dejas ir?
Las cumbres ininterrumpidas, blancas como las nubes, se alzaban majestuosas y serenas. Kang Zhe recogió la burla en su mirada, aunque la sonrisa en sus labios se acentuó aún más.
—Era una broma. Da igual el lugar.
Al bajar del avión, rechazó que fueran a recogerlo y hasta se burló por mensaje de la pompa innecesaria que le había preparado su amigo.
Pero, una vez en el hotel, después de descansar un rato, el jefe fue a verlo y lo invitó a cenar, solo ellos dos.
La boda al día siguiente no fue tan fastuosa como imaginaba, pero sí profundamente romántica.
Kang Zhe ocupó un asiento en la mesa más cercana a los novios, solo, pero sin resultar fuera de lugar.
Había dejado de lado la frialdad y ese «no te acerques» de siempre. Tranquilo y apacible, se fundió en el telón de fondo de tantas bendiciones. Pero no le resultaba aburrido; incluso sentía que había alcanzado un leve contagio de paz y felicidad.
Cuando los recién casados llegaron a su mesa para el brindis, la novia soltó una exclamación al ver a Kang Zhe.
Kang Zhe sonrió sin decir nada, y ella le lanzó una mirada de reproche a su novio, quejándose:
—¿Por qué no me habías dicho que tenías un amigo tan guapo?
El novio tenía el rostro lleno de resignación. Kang Zhe alzó la copa con una sonrisa inofensiva y encantadora, la dirigió suavemente hacia la pareja y les dijo:
—Que sean felices.
Tras la boda, Kang Zhe no participó en otras actividades. Como no había vuelos nocturnos hacia el altiplano, tuvo que comprar un billete para la mañana siguiente.
Era apenas mediodía. Kang Zhe, solo y sin nada que hacer, salió del hotel. El sol pálido lo obligó a entrecerrar los ojos.
El otoño era la mejor estación en Pekín. Nada podía impedir que envejeciera, pero lo hacía con una lentitud hermosa.
Kang Zhe permaneció un rato bajo el sol, aburrido y sin nada que hacer, consciente de lo evidente que era su actitud evasiva. Al pensarlo, hasta le pareció un poco gracioso.
¿Por qué rechazarlo? No iba a pasar nada. Tampoco era gran cosa.
Llevar la deliberación hasta ese punto ya no tenía mucho sentido. Si su subconsciente ya lo había estado rumiando, ¿por qué no seguir el flujo natural?
Revisó la ruta y tomó el metro hacia la universidad de Tang Yuhui.
En realidad, no tenía ninguna intención en particular; solo quería matar el tiempo. Ir a echar un vistazo a su campus era, al menos, más razonable que perder el tiempo vagando por Xidan.
Las universidades de prestigio prácticamente funcionan como atracciones turísticas, y Kang Zhe entró sin dificultad.
Se acercó al azar a dos chicas que esperaban su comida a la entrada de la universidad. Tras preguntarles por el camino a la Facultad de Física –y de que, con efusivo entusiasmo, lo obligaran a añadirlas como contactos en WeChat–, por fin avanzó pisando las doradas hojas de ginkgo, adentrándose en el campus donde los rojos del otoño se volvían cada vez más profundos.
Pero antes de llegar al edificio de Física, lo había visto. Allí, en la entrada de la biblioteca, estaba Tang Yuhui.
Kang Zhe supo de inmediato que no había ido a estudiar, porque no llevaba nada en las manos y, en ese momento, se encontraba de pie sobre los largos y níveos escalones de la entrada, absorto, mirando a lo lejos.
Probablemente esperaba a alguien.
Manteniendo una distancia discreta, Kang Zhe lo observó un momento desde lejos. Meditó sobre cuán extraordinariamente sutiles podían llegar a ser eso que llamamos destino y coincidencias.
Aunque, acto seguido, pensó con sencillez: el cielo no tenía por qué hacer tanto por él, cuando ni él mismo era capaz de hacer tanto por sí mismo.
Tang Yuhui llevaba casi diez minutos sin moverse. Kang Zhe, cuya paciencia se había templado bastante con el tiempo, también se quedó donde estaba, observando con una rara curiosidad ese comportamiento tan «típicamente Tang Yuhui»
El viento otoñal soplaba con frialdad, y no había muchos caminando por el campus. Que Tang Yuhui no hubiera sacado el móvil ni una sola vez en todo ese tiempo le hizo suponer a Kang Zhe que no estaba esperando a nadie.
Kang Zhe permaneció en el mismo lugar, observando a Tang Yuhui en silencio durante un rato, hasta que la gente empezó a salir poco a poco de la biblioteca.
El camino también empezó a llenarse de gente; debía de ser la hora del almuerzo tras las clases. Tang Yuhui, sin querer obstruir las escaleras, se dejó llevar por la corriente de estudiantes y se alejó al fin.
Una chica de cabello largo alcanzó a Tang Yuhui desde atrás. Se detuvo a unos pasos de él y, tras inhalar hondo como para reunir valor, lo llamó con una sonrisa:
—Shixiong.
Incluso pasaron por el tramo del sendero donde estaba Kang Zhe. Una hoja de ginkgo cayó suavemente sobre el hombro de Tang Yuhui, pero enseguida fue arrastrada al suelo por el viento.
Kang Zhe esperó un instante antes de avanzar contra la corriente humana hacia la biblioteca.
Caminar a contramarcha lo hacía más lento, y atrajo aún más miradas de lo habitual. Cuando se paró en los escalones donde Tang Yuhui acababa de estar, hasta le pareció que alguien le tomó un par de fotos a escondidas. Pero Kang Zhe no tenía interés en prestar atención a eso. Lo que quería saber era qué había estado mirando Tang Yuhui.
Tang Yuhui probablemente era en verdad, como él mismo había descrito alguna vez de manera tan simple, alguien muy inteligente e impresionante. La universidad donde él estudiaba era enorme, amplia, como si albergara sueños brillantes y grandiosos. Un lugar donde la belleza era lo natural.
Kang Zhe había asumido que Tang Yuhui, desde aquellos escalones de la biblioteca, contemplaba el paisaje otoñal del campus.
Había subido con la intención de empatizar, de sentir lo mismo, pero al estar allí y alzar la vista, comprendió que lo que Tang Yuhui miraba no era un paisaje de otoño especialmente digno de atención, sino simplemente un rincón cualquiera de la vida cotidiana.
Más allá del resplandor vespertino, donde el dorado del cielo se filtraba con desgana, solo había una nube roja, pesada, estancada sobre la cima de un edificio lejano.
Kang Zhe miró un rato, aunque no tanto como Tang Yuhui.
Descendió los escalones, recogió al azar una hoja dorada de ginkgo y se la guardó en el bolsillo antes de dirigirse hacia la salida del campus.
Tres años después, esa hoja ya apagada y quebradiza por haber estado prensada entre las páginas de un poemario –como si fuera un vestigio del tiempo– fue sacada por Tang Yuhui acompañada de preguntas.
Pero Kang Zhe no tenía intención de cooperar ni de dejarse llevar por el romanticismo. Cambió de tema empujando a Tang Yuhui contra el sofá, abrió con los dientes la cremallera de su chaqueta de plumas y levantó suavemente el borde de su ropa de algodón. De manera muy tramposa pero hábil, lo engañó diciendo:
—No preguntes. Ya no me acuerdo.